Viene bien recurrir a las palabras de Antonio Machado: «La patria (nación), decía Juan de Mairena, es en España un sentimiento sencillamente popular, del cual suelen jactarse los señoritos. En los trances más duros, los señoritos la invocan y la venden, el pueblo la compra con su sangre y no la menta siquiera».

Palabras que siguen siendo actuales, tanto en Cataluña, como en el resto de España. Se recurre a la patria con fines espurios, para ocultar problemas diversos: corrupciones, destrozos del Estado de bienestar, paro, desahucios, pobreza energética… Y por supuesto, por réditos electorales.

Tampoco es una novedad. Los pueblos han sido engañados con el señuelo de la patria por los señoritos, o lo que es lo mismo, unas élites económicas y políticas.

Me fijaré en un ejemplo de nuestro pasado. La historia nos proporciona sustanciosas y provechosas lecciones.

Después de 1898 la acción colonial española quedó reducida a África. En la Conferencia de Algeciras se nos concedió un protectorado sobre Marruecos, reducido a unos 45.000 km2, ya que la mayor parte fue para Francia. Nuestra presencia aquí tuvo varios objetivos: estratégico-militares, económicos, compensar las pérdidas del año 1898 y creer que todavía éramos una gran potencia internacional.

La penetración en nuestra zona de influencia fue difícil, sobre todo en la región del Rif, habitada por bereberes, donde estaba el líder Abd-el-Krim. Sufrieron las tropas españolas, especialmente por la incompetencia de los mandos, derrotas durísimas como la del Barranco del Lobo en 1909 o de Annual en 1921. No solo hubo derrotas, sino que también actuaciones militares vergonzosas, ya que entre 1921 y 1927, el ejército español empleó sistemáticamente en el Rif fosgeno, difosgeno, cloropicrina y, sobre todo, yperita, conocido con el nombre de gas mostaza». El británico Sebastián Balfour, publicó en el 2002 el Abrazo mortal: de la guerra colonial a la guerra civil en España y Marruecos (1909-1939), donde reconstruyó la vertiente química de la guerra colonial. Su obra aporta numerosas novedades sobre la que fue la tercera utilización en la historia -después de la I Guerra Mundial en Europa, y por el Reino Unido, en Irak, en 1919- de un armamento prohibido por los tratados internacionales. «Siempre fui refractario al empleo de los gases asfixiantes contra estos indígenas, pero después de lo que han hecho y de su traidora y falaz conducta [en la batalla de Annual], he de emplearlos con verdadera fruición», escribía en un telegrama, el 12 de agosto de 1921, el general Dámaso Berenguer, alto comisario español en Tetuán. Cuatro años después de Annual, el rey Alfonso XIII afirmaba al agregado militar francés en Madrid, que había que dejar de lado las «vanas consideraciones humanitarias», porque «con la ayuda del más dañino de los gases» se salvarían muchas vidas españolas y francesas. «Lo importante es exterminar, como se hace con las malas bestias, a los Beni Urriaguel y a las tribus más próximas a Abd-el-krim», concluía el monarca.

Tras los cañones estaban los intereses económicos. Pablo Díaz Morlán, en su libro Empresarios, militares y políticos destaca que los intereses empresariales empujaron la acción militar y política de España en el Rif. En concreto los de la Compañía Española de Minas del Rif (CEMR), fundada en 1908 para la explotación del hierro. Pese a la importancia de la CEMR, solo un historiador y un único libro, se han ocupado de ella, que condicionó, auspició y empujó casi toda la política española de penetración militar en el norte de Marruecos. Se refiere a Vicente Moga y a su libro Un siglo de historia de las minas del Rif.

Las Guerras de Marruecos alteraron toda la política española del siglo XX, hasta el punto de provocar la Semana Trágica de Barcelona (1909), o dar origen y justificación a la Dictadura de Primo de Rivera en 1923. Como también las prácticas brutales ejecutadas por el estamento militar en Marruecos, que las trasladaron a la península tras el golpe del 18 de julio de 1936

El Gobierno de España puso el dinero y mucho (5.600 millones de pesetas, entre 1909 y 1931, el pueblo español los muertos (21.000), por supuesto de las clases humildes, ya que los ricos se libraban con una cuota, llenando las tierras del norte de Marruecos de héroes a la fuerza, y solo un puñado de empresarios, entre los que destacaban Romanones, Güell y Zubiría, que jamás pisaron el territorio normarroquí, recogieron los beneficios mil millonarios casi de modo íntegro (2.100 millones de pesetas en seis décadas de existencia).

Termino con las palabras del periodista Manuel Giges Aparicio, de su libro Entre la paz y la guerra de 1912, tras su viaje a Marruecos.

«Porque en el fondo solo hay ambiciones de unos pocos. Queriendo disfrazar los verdaderos móviles de sus acciones, se habla de empeños civilizadores, de derechos históricos, de nacionales destinos, de exigencias patrióticas, de otras ficciones. Y la razón de todo este complicado juego, solo es mercadería: sociedades que quieren multiplicar sus capitales construyendo puertos (Ceuta y Melilla) y ferrocarriles; compañías que aspiran a poner sus minas al amparo de los cañones españoles o franceses; usureros que piden buenas garantías por el dinero que prestan al sultán; parlamentarios remunerados por capitalistas; periodistas untados para que pulsen la cuerda patriótica…» .

*Profesor de instituto