Cuando vuelves de vacaciones lo haces con la nostalgia por lo vivido, si es que el tiempo disfrutado lo ha sido de verdad, y el rechazo que provoca la vuelta a la dictadura inmisericorde del reloj, a los horarios alargados más allá de lo razonable, y al difícil quehacer de combinar la vida profesional con la privada y familiar, sin resentirte demasiado. Reconozco que mi regreso era más temido esta vez, quizás porque con los años aprendes a valorar lo que de verdad importa: las interminables charlas con los amigos, el paseo sin rumbo, el silencio buscado, ese reencuentro imprevisto que te esponja por dentro... La sal de la vida, vamos. Claro que, al igual que ocurre con algunos amores, las vacaciones se acaban y las mías han llegado a su fin dejándome un tanto mohína. Así que, tras sumergirme de golpe y sin salvavidas en la dura y cruda realidad, aquí estoy, fiel a la cita de los lunes, dispuesta a compartir algunas reflexiones con los lectores de este diario. La primera gira en torno a las piscinas municipales de Zaragoza. Como usuaria de esos centros deportivos me ha parecido una medida equivocada la de cerrar mas de la mitad, cinco días antes de lo habitual. El motivo aducido, en vísperas de que se aplique el plan financiero diseñado para salvar la maltrecha economía municipal arrastrada --no hay que olvidarlo-- desde hace años, ha sido la necesidad de reducir gastos. Lamentable, señores. Ustedes saben que hay otras muchas maneras de apretarse el cinturón y la elegida no es precisamente la más adecuada, ni siquiera políticamente.

*Periodista