La última vez que tuve el privilegio de conversar con Adolfo Suárez fue en otoño de 1994. Desde la terraza de su casa de Andraitx se divisaba un bello paisaje del Mediterráneo. El duque presentaba un aspecto espléndido, delgado, bronceado, con el carisma íntegro. Mentalmente se conservaba muy lúcido, la enfermedad no le había atacado aún.

Relajado y sonriente, refirió anécdotas de la Transición. Sobre la figura de Felipe González se deshizo en elogios. Entre ambos se había desarrollado una fuerte, casi íntima amistad. De hecho, González planeaba visitarle en Andraitx a los pocos días, y Suárez esperaba poder repasar con él asuntos de Estado que seguía considerando propios, aunque ya solo estuviera políticamente en activo como observador internacional.

Esa relación entre ambos líderes, uno en activo, como presidente del Gobierno, otro, su antiguo gran rival, ya retirado, me resultó chocante y gratificante a la vez. Chocante porque yo pensaba que a lo largo de los ochenta y noventa habían sido enemigos íntimos. Gratificante porque, al comprobar que no era así, de alguna manera sus respectivas figuras se complementaban y engrandecían.

A muchos españoles no les importaría en absoluto que nuestros actuales líderes mantuvieran entre ellos mejores relaciones personales.

El veto, por ejemplo, de Pedro Sánchez a Mariano Rajoy, o el de Albert Rivera a Pedro Sánchez no conducen a otra cosa que a la crispación del escenario y de la vida pública y, como consecuencia, a incrementar la inquietud y la desconfianza, incluso a fomentar la abstención y el alejamiento de la actividad política por parte de muchos ciudadanos que rechazan de plano ese intolerante estilo.

Por el contrario, una buena relación entre los líderes de los principales partidos relajaría la tensión de las disputas partidistas y les permitiría acordar con mayor facilidad pactos y soluciones para el país al que dicen servir, y en el que s¡empre deberían pensar muy por encima de sus propios intereses.

El enconamiento, la intransigencia, el rencor o el odio solo les conducirán al sectarismo y a la incomunicación, y a nosotros al abismo.