Si el lector ha tenido la paciencia de leer y escuchar todo lo que se dice y se opina sobre el mundo de la política nacional -adaptación del título de una película de Berlanga- habrá llegado a la conclusión de que más parece una especie de casa de locos o patio de monipodio, que la expresión de la soberanía nacional. Porque siendo 19 los partidos representados en el Congreso, parece obligado que todos anden a la greña y haciéndose trampas entre sí. Por este camino, la resultante de las 19 fuerzas -unas queriendo y otras sin querer- nos acabará conduciendo a la demolición o desmantelamiento de este país, tal y como lo conocemos desde la Transición.

Sin necesidad de profundizar en las identidades, objetivos y contenidos de cada uno de los 19 programas políticos, resulta evidente que todos los partidos andan a sus anchas, recorriendo España: unos sin saber realmente hacia dónde se dirigen y otros, sabiéndolo de sobra. Así son los políticos que nos han tocado en suerte.

Entre los independentistas y sus aledaños; las apariciones de la Justicia europea; las desmedidas ambiciones personales; los errores de bulto cometidos; la falta de ideas y de un modelo consensuado de país; la incapacidad permanente de llegar a acuerdos y el empeño histórico en seguir con la división de España en dos mitades; todas estas cuestiones están debilitando progresivamente al Estado y a sus instituciones, con efectos negativos sobre el conjunto del país.

Los más de 40 años transcurridos desde la Transición, justifican sobradamente la necesidad de reformar el modelo de Estado, para adaptarlo a los nuevos tiempos y a los nuevos españoles. Para lograrlo, será necesario modificar algunos aspectos de la Constitución del 78 y abrir la puerta de entrada a las reformas, mediante una nueva ley electoral que coloque a cada partido en su sitio, estabilice las instituciones y promueva las fórmulas que faciliten los acuerdos entre diferentes. Esta reforma es de especial trascendencia y la solución para todos los miedos que desazonan a los españoles, vistos algunos movimientos políticos de última hora.

Las reformas deberían iniciarse inmediatamente, sin esperar a que nos quedemos sin Estado o a que este se debilite todavía más. Y aquí es cuando, a pesar del tiempo que nos ha tocado vivir, empiezo a hacer gala de mi optimismo: porque tenemos unos ciudadanos que los políticos de hoy no se merecen; con el mismo carácter que los que apoyaron la transición hace más de 40 años, haciendo posible la mejor época de la historia de España. Unos ciudadanos que solo esperan a que tres o cuatro líderes, se pongan a la tarea y empiecen a pactar las reformas que España necesita. ¿Los encontraremos entre los 47 millones de españoles?

Mientras esta esperanza no se pierda, poco importa que Pedro Sánchez siga empeñado en ser presidente del Gobierno. Si no hay más remedio -al parecer faltan alternativas-, que lo sea de una vez. Y que duerma tranquilo en la Moncloa. Porque, una vez que su socio preferente --Unidas Podemos- entre en el Gobierno y sea abducido por las mieles del poder, dará por terminada la revolución que tiene pendiente desde 2015. Se conformará entonces con dos o tres detalles progresistas -que nos venderá como si hubiera hecho la revolución de octubre del 17- y punto. Siento decirlo, pero así son las cosas, aunque cueste aceptarlas. Al fin y al cabo, como dice un buen amigo: «Todos los gobiernos, en el ejercicio del poder, son de derechas». Desde luego, pocos son los gobiernos que se han movido del centro desde el 77. Por estas razones, a pesar de todo, soy optimista. Incluso si a mi preocupación, añado el anunciado apoyo de los independentistas. Porque no creo posible que Sánchez se atreva a vulnerar la Constitución en ningún caso. Si lo hiciera, se merecería que los ciudadanos le dieran una patada en el trasero, más pronto que tarde.

En conclusión: que el Gobierno deje de estar en funciones y que empiece a gobernar. Y, a renglón seguido, que pacte con los constitucionalistas las reformas necesarias. Los españoles y mi optimismo se lo agradecerán. En caso contrario, vamos camino de nada.