Antonio María Rouco Varela, el cardenal arzobispo de Madrid y expresidente de la Conferencia Episcopal Española, se ha convertido por méritos propios en el principal protagonista del funeral de Estado celebrado en Madrid el lunes pasado en memoria de Adolfo Suárez. Su desafortunada alusión a la guerra civil española haciendo un paralelismo con la situación actual, incluso dando a entender que hubo motivos para la rebelión militar, deslució lo que tendría que haber sido un homenaje al espíritu de la concordia que encarnó la figura del expresidente fallecido. La inusual coincidencia de Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, junto a los presidentes de las 17 comunidades autónomas, conformaban un escenario óptimo para subrayar precisamente los puntos en común entre los allí reunidos, y no las diferencias; mucho menos hablar de guerras.

Esa actitud tan radical políticamente y de signo tan nostálgico de la dictadura no es nueva en el prelado. Ha dado muestras continuamente, pero hace menos de un mes y en el mismo púlpito, en otro funeral, la catedral madrileña de la Almudena, Rouco había escandalizado a quienes le oían aludiendo a la teoría de la conspiración tras los atentados del 11-M, en abierta contradicción con lo sancionado por la justicia española. En aquella ocasión, el décimo aniversario de la masacre islamista, también habían coincidido en la ceremonia las distintas asociaciones de víctimas; era un momento para la concordia que el prelado no pudo o no quiso aprovechar influido por su ideología ultraconservadora.

Todo el mundo ha condenado este comportamiento, excepto el PP y el Gobierno, que fue precisamente el encargado de organizar ambos actos. Lavarse las manos tras la intervención de Rouco no es neutral, porque tamaños desatinos no dejan margen para la imparcialidad. Y mucho menos cuando se producen en dos acontecimientos solemnes presididos por una unidad tan difícil de conseguir.

Encima, en el acto del lunes, el expresidente de los obispos españoles cayó en la fácil tentación de tratar de capitalizar la figura y la obra de Adolfo Suárez, un político al que los miembros de la jerarquía de la Iglesia española de la época de la transición --salvo algunas excepciones-- denostaron pública y reiteradamente.