Acaso una de las definiciones más perfectas del ser humano que yo he leído jamás sea la de Alfredo Conde, quien acertó a decir que el hombre es un milagro químico que sueña. Pero sólo la adolescencia perpetua a la que todo nos empuja consiente en columpiarse en los sueños de manera indefinida. La vida exige alguna dosis de realización o alguna dosis de olvido. A pesar del mentiroso y criminal «si quieres, puedes», del cursi «no dejes de soñar» y del infame «eres dueño de ti mismo» -todos ellos eslóganes tan de moda en sus muy diferentes y horrendas versiones-, casi todas las personas tenemos que enfrentarnos en algún momento al abandono de expectativas que nuestra lucidez y nuestra experiencia seleccionan para su omisión.

Decía Rafael Barret, con su elegancia inglesa un poco anarquistoide, que desprenderse de una realidad no es nada; lo heroico es desprenderse de un sueño. De hecho, jamás retornamos del todo de los sueños que tuvimos, si fueron de verdad (si es que un verdadero sueño puede ser mentira). Con el paso del tiempo quedan vacíos donde hubo castillos, y tus paseos por las nubes pueden convertirse en una travesía sobre campos minados. Si caes por una de esas ausencias, no irás al País de las Maravillas y al fondo no habrá nadie.

Pero quien no haya pasado por ese proceso para salir vivo y coleando, no me interesa. Puedes reconocerlos porque no tienen fisuras ni dudas en su discurso ni en su juicio, no han mordido el polvo de su propia lona ni han hecho ajustes en las cuentas de su vida y sus ideas. No saben a nada salvo a consigna, y eso, para los sibaritas degustadores de especímenes exquisitos, para los vampiros o escritores que necesitamos sangre viva que dejar sobre el papel, es un páramo. Siempre me hacen pensar en un verso de Mesanza: «Y de su honor no escribiremos nada».

*Fílóloga y escritora