En mi sueño mastico ostensiblemente un caramelo de café hasta que siento que se me ha pegado entre dos dientes. Mi lengua tantea y, a modo de palanca, golpea el trozo de caramelo con energía. Por el golpe, el diente que está al lado del caramelo salta de la boca y cae al suelo.

Todos los demás dientes se tambalean y, como fichas de dominó, caen en una blanca cascada. Me quedo pasmado. Mascullo algo ininteligible (me he quedado sin dientes, como un prematuro anciano) y me agacho a recogerlos del suelo. Encuentro todos, los cuento, hago con ellos un montón y lo coloco encima de la mesa: el montón asemeja un collar de perlas que ha perdido el hilo.

Busco una enciclopedia y la abro casualmente por una página en la que se representa la perfecta distribución de los dientes, con sus nombres y posiciones. Tomo a continuación un bote de pegamento instantáneo. Cojo un diente y le aplico un poco de pegamento. Después, tras consultar la enciclopedia, lo meto en la boca y lo pego bien. Lo tanteo con la lengua. No se mueve. Presiono el dedo índice con el pulgar y lo suelto con fuerza sobre el solitario diente. El dedo rebota con fuerza. El diente ni se inmuta. Sonrío al espejo: mi sonrisa, con un solo diente, resulta patética. Así, voy poniendo un diente tras otro. Cuando acabo, tengo otra idea: lavarme los dientes. Claro, por eso pasan estas cosas. Pongo pasta dentífrica en el cepillo y lo mojo con agua. Después lo llevo a la boca y lo paso con firmeza sobre mi recuperada dentadura.

Los dientes, como las teclas de un piano ruinoso, se tambalean y, tras un segundo de indecisión, con sudores fríos, se caen todos de la boca abierta al lavabo, con tan mala fortuna que varios se cuelan por el hueco del desagüe.

Mientras intento cogerlos en vano, mascullo algo parecido a «¡mierda!».