Si me plantean esa pregunta les diré que sí, que de alguna forma deberíamos haber estado más lúcidos el Gobierno y todos los demás. Lo que no sé es en qué sentido o de qué forma. Ahora, encerrados en casa, hemos descubierto cuán reconfortante resulta sentirse a salvo… o casi, porque bien habremos de salir para conseguir comida e incluso papel de water, que se lo llevaron hace días los más precavidos y ahora nos falta a los que no supimos anticiparnos. Pero esta relativa tranquilidad nos sitúa en un escenario muy perturbador, cuya materialización, al parecer, frenó a las autoridades competentes a la hora de ponernos en cuarentena forzosa a las primeras de cambio: la economía se ha parado, la producción está detenida, la temporada turística (la de este verano) se ha ido al garete, y cuando se va a cumplir la primera semana de alarma general nos invade el temor de que el virus coronado acabe siendo mucho menos letal que el hundimiento del PIB y la ruina caracolera.

Todos los países han reaccionado más o menos parecido; o sea, a destiempo. Nadie estaba preparado, ni los poderes ejecutivos de los países desarrollados ni las correspondientes sociedades. Así que unos y otras van actuando con un retraso bastante lógico, lo cual tampoco creo que haya influido decisivamente en la evolución de las cosas. Esta crisis solo se va a poder analizar y evaluar de manera retrospectiva. Y tal vez cuando haya seis o siete millones de parados, las toses del vecino nos preocuparán menos que la fiebre del sistema financiero, de las arcas públicas, de la prima de riesgo y del euribor. Los optimistas creen que el 'shock' va a ser de tal envergadura que el mundo cambiará de base, el capitalismo habrá de reinventarse o transformarse en algo más razonable y la solidaridad, el compromiso ciudadano y el apoyo mutuo sustituirán al individualismo, el egoísmo y el fraude fiscal. Voto porque así sea, pero permítanme mantener algunas dudas al respecto.

Más que la poca o mucha previsión ante lo que se nos ha venido encima, me inquietan los factores que actúan ahora mismo, cuando ya sabemos que las vamos a pasar de a metro. En España, además de que somos personas demasiado sociables, aglomeradas y sobonas (dos características que han dado alas al 'bicho'), tenemos el problema de que el Gobierno es débil y tiende romperse por sus costuras, que la oposición es infantil y destructiva, que íbamos arrastrados por una brutal polarización política y que la gente de a pie se había abonado a un victimismo exigente, envidioso, llorón e inoperante. Con estos mimbres habrá que hacer una cesto robusto y duradero, así que ya puede el presidente Sánchez olvidarse de construir su particular Camelot monclovita y ya puede su vice, Iglesias, vacunarse contra el oportunismo barato; como debe ponerse las pilas el ministro de Sanidad (cuyo departamento ha evidenciado una patética falta de músculo), centrarse de una puñetera vez el conservador Casado, dejarse de desafíos e insidias Ayuso y Torra (cuyas protestas son tan idénticas que serían motivo de coña si nos estuviésemos como estamos), y entrar en razón Abascal (si ello pudiera ser, que seguramente no puede).

Sobre todo hace falta que la ciudadanía deje de exigir un prodigio divino a cargo de sus dirigentes y entienda que esto no se resolverá por arte de magia ni por decreto. Lavarse las manos, retirarse de la circulación al primer estornudo y cumplir las nuevas reglas de relación (o de no relación) es mucho más eficaz que reclamar de jefas y jefes un milagro imposible. Y voy a decirles más a quienes andan clamando venganza o pidiendo sangre: a lo mejor dentro de unos meses descubrimos que el número de defunciones en España no se ha incrementado gran cosa sobre las 427.721 que hubo en 2018, que por cierto fueron 3.198 más que el año anterior. Para conseguirlo no diré que no haga falta una inteligente anticipación, pero sobre todo hay que espabilar, reforzar la sociedad, actuar con disciplina y no perder los nervios.