Hace unas semanas se despidió Jordi Pujol; José María Aznar se nos despide a plazos casi todos los días, y, hace unas 48 horas, se ha retirado Xabier Arzalluz, y los tres personajes son tan diferentes como sus despedidas.

Pujol ha sido una mezcla de médico y botiguer, que auscultaba la situación y, luego, razonaba con el pragmatismo de un tendero.

Xabier Arzalluz cambió las meditaciones de San Ignacio por las de Sabino Arana, y ese cambio a peor posiblemente le llevó a ese estado de enfado permanente, comprensible, aunque lo sea menos la manía persecutoria, porque no es cierto que todos los vecinos de Calatayud o de Santa Cruz de Tenerife se levanten por las mañanas y lo primero que piensen sea cómo fastidiar a don Xavier.

Esa soberbia egocéntrica, esa debilidad, se ha traducido en una de las despedidas más frías que se han producido en los últimos tiempos, porque no ha sido un retiro voluntario, sino la huida de un derrotado que no ha podido colocar a su candidato, y al que la mayoría temen y por eso mismo se sienten aliviados al contemplar que se marcha.

También es temido Aznar, pero al revés de Arzalluz, no se va un vencido, sino una persona en pleno apogeo, que lo hace de manera voluntaria.

Por fin, el mutis de Pujol ha sido motivado por la edad designador, costumbre en nuestros partidos de escasa democracia interna, y que, al parecer, no sólo no molesta a los electores, sino que les produce una sensación de estabilidad.

Son tres despedidas tan distintas como sus protagonistas. Tal que si, al final, el factor humano se impusiera a los hechos, o a lo mejor es el factor humano el que ha teñido siempre sus hechos, el que se ha impuesto sobre las circunstancias, y los ha subjetivado hasta el punto de matizar también sus respectivas despedidas.

*Escritor y periodista