La semilla del mal que Agapito Iglesias sembró durante ocho años aterradores en el Real Zaragoza no solo ha afectado a la economía de la SAD, dañada prácticamente de muerte, y a la institución, desprestigiada como nunca, y al equipo, rebajado en su calidad futbolística a niveles históricamente ínfimos. Con su forma de gestionar el club y con el sospechoso y terriblemente mal administrado proceso de venta posterior, el empresario soriano ha abierto también una herida social tremenda y ha elevado la crispación hasta puntos insoportables y, desde luego, de reconducción obligatoria a cuanto menos tardar.

En estos días del inicio del verano, con las hojas del calendario cayendo como si fuera otoño en una angustiosa cuenta atrás, la desesperación se ha apoderado del zaragocismo como si fuese la última esperanza en la que sujetarse. Se trata de una reacción muy humana, pero a la que la razón ha de saber poner coto para que no se desboque por cauces inadecuados.

Uno puede creer con firmeza que las puertas de la salvación del Real Zaragoza están detrás de tal o cual opción, de la que ahora ostenta el poder accionarial o de quien pretende tenerlo, uno puede decantarse por unas preferencias determinadas o por sus contrarias, pero en esa disputa legítima jamás debería rebasarse la línea de la decencia, la cordura, el sentido común, la sensatez y la moderación.

El futuro del Zaragoza está en juego y la carta de presentación de los empresarios aragoneses sucesores de Agapito ha estado llena de errores. Desde la propia esencia de la negociación, comprar para vender inmeditamente, hasta declararse pública y abiertamente comisionistas por boca de uno de ellos. Desde una excesiva improvisación a una manifiesta falta de capacidad financiera contante y sonante.

Nada ha sido como debería haber sido, pero eso jamás justificará el incivismo. En una situación tan crítica, más que peleas y disputas de unos con otros, el Zaragoza lo que necesitaría es la unión de fuerzas diversas en busca de un bien común. Un ejercicio de grandeza, de altura, capaz de hallar puntos de encuentro y de trabajar en una única dirección colectiva. Sin particularismos, solo bajo un prisma global. Dejando de regar la semilla del mal que Agapito ha dejado en el zaragocismo y sembrando otra imprescindible para salvar el presente y ganar el futuro.