El Real Zaragoza juega a lo que juega, es decir a casi nada. No le hizo falta ser mejor que el Elche para ganar, tan solo, que no es poco, marcar un gol, un tanto en una triangulación maravillosa entre Guitián, Pep Biel de asistente y Linares como rematador final. En ese feliz punto geográfico del encuentro, como si ya hubiera alcanzado el nirvana, el conjunto aragonés se perdió y comenzó a marchitarse entre la angustia y el no saber qué hacer. Los ilicitanos se apropiaron de la pelota para lo mismo, es decir para sobarlo hasta quitarle la pintura. Por supuesto pisaron el área de Cristian Álvarez, donde permanece activa la leyenda del portero argentino, indispensable para salvar a sus compañeros en los momentos críticos. El santuario del arquero entrará en breve en la guía de lugares de veneración y se organizarán peregrinaciones.

El triunfo tiene una valor capital después de haber caído en picado en los resultados. Si se mira con esa lente, se puede cerrar la historia de un portazo: lo importante era lo importante. Si se habla del encuentro y de los porqués de esta situación, ahora menos grave tras derrotar al Elche después de que el Extremadura perdiera en Albacete, solo se puede catalogar como una tortura que el espectador digiere entre el dolor de estómago y la alegría de ver a su equipo ganar como sea. Igbekeme y Pep Biel arrancaron como relámpagos y se difuminaron pronto en la noche, frente a un rival con más poso y pausa e idéntica inoperancia ofensiva. Fue suficiente con que Guitián estuviera muy despierto (junto al artista conocido como Cristian) para defender la diana de Linares sin demasiados apuros. Eguaras trotó como si arrastrara una lesión; Zapater, de lateral zurdo, hubo momentos que parecía llevar una corona de espinas en su calvario; Aguirre se pasó de aceleración para subir y bajar y Soro y Linares flotaron en la intrascendencia más absoluta...

El dominio del Elche tuvo mucho de ficticio, una posesión con muy poca chicha. La impresión era que podía empatar en cualquier momento, pero al llegar a la orilla se hacía arena. Entre unos y otros, el horror, uno de esos partidos malos como demonios, de los que hacen daño a la vista y se borraran del disco duro en 24 horas. Se trasladó todo a la emoción del marcador, a la necesidad vital de vencer para el equipo de Víctor Fernández, que ni sabe ni está para florituras. Sorprendió con ese arranque iluminado y un gol de genial elaboración. Cuatro minutos. No más. Después la nada, o quizás, por darle algo de brillo a la victoria, el esfuerzo como bandera para derrocar las limitaciones propias e impedir que el Elche se llevara lo que no mereció.

El Real Zaragoza es un equipo que, aun en el triunfo, no deja de emitir señales de un escandaloso declive. Su presente se ha reducido a salvar los trastos de la riada que amenazaba con arrastrarlo y va camino de conseguirlo. Eso sí, por dentro, el barro le llega hasta las cejas. Y todo apunta a que, en el futuro, sus propietarios le seguirán dando un par de manos de pintura para venderlo como el Taj Mahal. Bienvenidos los tres puntos. Que aplauda la claque en el martirio de la santa victoria.