Los miles de viajeros que el pasado jueves tomaron esos trenes de cercanías habían madrugado como todos los días. A las madres o padres les había costado sacar a sus niños de la cama para llevarlos al colegio, de paso hacia sus propios trabajos. Ninguno podía imaginar que antes de que el sol iluminara la ciudad de destino estarían muertos. Trabajadores, estudiantes, gentes que se ganaban la vida con su esfuerzo y que nunca se vieron a sí mismos como enemigos de alguien, ni del "pueblo trabajador vasco", al que ETA dice representar, ni tampoco, claro, del islam. ¿Cabe un sarcasmo mayor? ¿Existe una muerte más cruel y más inútil? La muerte es siempre despiadada y más cuando golpea inesperadamente, en un accidente o en una catástrofe, pero la muerte por mano ajena, impersonal, indeterminada, masiva, es otra cosa. Algo que el ser humano es incapaz de entender y asumir. No existe duelo capaz de atemperar tanto dolor.

Hanna Arendt, la pensadora alemana (y judía) que sufrió la persecución de los nazis, dejó escrito que el mal carece de profundidad, pero no hay en el mundo capacidad para imaginar la infinita extensión que la maldad humana puede llegar a alcanzar. De poco vale, por tanto, tratar de intentar entender lo que pasó por la cabeza de los criminales.

Madrid se ha convertido en la capital del dolor y del duelo. Una ciudad que no podrá olvidar. Una herida que no se cerrará.

Ellos han renunciado a la palabra; pero nosotros, no. Por eso iremos a votar el próximo domingo, no sin antes mostrar a todo el mundo nuestra unidad contra los asesinos.