Tras el debate de investidura del candidato Javier Lambán, esta legislatura cumplirá cuarenta años de Autonomía. Buena oportunidad para reflexionar sobre los valores de ésta forma de gobierno, aún más cuando una parte de la derecha política apuesta por devolver competencias al Gobierno central, cuando no por suprimirla.

Aragón ha avanzado muchísimo desde el primer gobierno que tuve el honor de presidir en 1983. Cuarenta años de libertad y democracia han hecho fructificar las capacidades de los aragoneses. La entrada de España en la Unión Europea abrió las fronteras, las oportunidades y las mentes. Sería absurdo atribuir a la Autonomía todo el mérito, pero todo apunta a que fue y sigue siendo el mejor escenario para aprovechar cuanto se nos alcanza como sociedad y como territorio. En este tiempo ya hemos identificado las carencias del diseño del Estado Autonómico: a nadie satisface el modelo de financiación; faltan instrumentos de cooperación y coordinación, imperativos si necesario; falta una Cámara de representación autonómica donde debatir y pactar cuanto sea de su responsabilidad; hay que concretar alcance de las competencias evitando que el Tribunal Constitucional asuma el papel que corresponde a la política; se debe evaluar la eficiencia del gasto, en especial de los fondos de compensación interterritorial... Resumiendo, caminar hacia un modelo Federal mejor delimitado y articulado.

Identidad territorial

No se ha aprovechado la descentralización para construir una Administración ágil y reducida, aunque tal cuestión interese poco a los partidarios de privatizar la acción pública. Los escándalos de corrupción llevan a un exceso de garantía y controle del gasto público haciendo más difícil cada vez la ejecución del Presupuesto. El exceso de asesores no funcionarios contribuye a esa mala imagen. Ciertamente, también estos males afectan a la Administración central.

El fortalecimiento de la identidad territorial, en nuestro caso sentirse aragonés, refuerza la capacidad de las sociedades para afrontar el futuro y superar las dificultades. Identidades compatibles con ser a la vez español y europeo. Tampoco sentirse español excluye sentirse aragonés. La intransigencia y el menosprecio de la identidad territorial es otra forma de romper España.

Treinta y dos años después de mi Gobierno, aún perviven algunos de nuestros mitos: el Canfranc y el agua. Ahora que mejora la perspectiva de reabrir el Canfranc debemos ser ambiciosos, electrificar el trazado, modernizarlo y cambiar la vía a ancho europeo hasta Zaragoza, convirtiendo así a la capital del Ebro, junto con el aeropuerto, en el principal centro de distribución de mercancías entre España y Europa.

Para los aragoneses, agua significa regadío, pero para regar hacen falta agricultores, y la agricultura no es hoy un sector en auge. Terminar los regadíos pendientes obliga antes a mejorar la situación del campo aragonés, donde conviven la gran explotación capitalizada y tecnificada junto a una agricultura familiar bien formada y autosuficiente, con vocación de permanencia y otra poco viable o falta de sucesión, sin olvidar que el sector agrario está en el meollo de la despoblación. Oponerse al trasvase está bien, denunciar la despoblación también, pero no basta. Necesitamos políticas de apoyo para un campo de futuro, imbricado en la agroindustria y la tecnología.

La despoblación no se combate exigiendo empresas. Nadie invierte donde apenas hallará trabajadores, y quien acuda al reclamo de las subvenciones, será poco de fiar. En todos nuestros pueblos hay personas con ideas y capacidad, que con menos burocracia, alguna ayuda y menos impuestos, serán capaces de crear pequeñas empresas con pocos trabajadores, pero suficientes, para mantener vivos los pueblos, si además cuentan con una agricultura eficiente. Basta con recorrer los rincones más recónditos de Aragón para encontrar iniciativas sorprendentes, a pesar de las carencias en comunicación -carreteras e internet- imprescindibles para llegar a los mercados.

Consenso mínimo

Existe suficiente consenso sobre los ejes de actuación que precisa nuestra Comunidad, se comparte este diagnóstico e incluso muchas de las soluciones. La composición del voto en Aragón obliga a pactos entre varios partidos para formar gobierno y siempre hay alguna fuerza política que hace de puente entre unos gobiernos y otros. Esto debería facilitar la continuidad de los principales programas que, para surtir los efectos deseados, necesitan varias legislaturas y presupuesto adecuado.

Tal como se hizo con el «pacto del agua» necesitamos un consenso de mínimos para dar continuidad a los programas básicos sobre los que estamos de acuerdo, renunciando a la política de la crispación y recuperando la del diálogo.