Rosa Rivera iba en uno de los trenes de la muerte. No lo supo a ciencia cierta hasta horas más tarde. Pese a que juraba haber visto saltar por los aires su convoy tres minutos después de haberse bajado, todas las informaciones hablaban de un atentado en un tren que aún no había entrado en Atocha. Nadie se hacía eco del otro, que quedó destrozado en el andén número dos de la estación, ni de la bomba que los Tedax desactivaron justo en el vagón donde viajaba. Madrid era un profundo caos.

"Gracias a Dios, estoy viva", decía Rosa. Como cada día, esta ecuatoriana de 21 años tomó el tren número 21431 a las 7.29 de la mañana en la estación de Entrevías-Asamblea de Madrid. Es la penúltima parada de una línea que recorre ciudades dormitorio y barrios periféricos recogiendo a trabajadores y estudiantes que acuden cada mañana a la capital. Como ella, muchos son inmigrantes.

Los trenes del llamado corredor de Henares se suceden casi seguidos, con intervalos de apenas cinco minutos. Transportan unas 39.000 personas todos los días. Van a Madrid desde Guadalajara o Alcalá de Henares y circulan por distritos obreros como Santa Eugenia, Vallecas o el Pozo del Tío Raimundo.

Todos los cercanías vienen atestados de gente que comienza sus tareas a las ocho de la mañana y luchan por cada milímetro de espacio en los vagones.

La primera explosión

"Llegué a Atocha a las 7.35 para poder conectar con el autobús que me lleva a la casa de mis señores, donde cuido de una niña pequeña. No tardé ni tres minutos en alcanzar la escalera que lleva a la calle cuando me volví sin saber por qué. En ese momento vi la explosión del tren", explica Rosa.

Instintivamente se aplastó contra el suelo y observó una columna de humo de la que salía una riada de gente que corría hacia ella con la desesperación que produce el deseo irrefrenable de huir.

"Junto a mí --explica Rosa-- había gente que se había caído. Me levanté de nuevo y se oyó la segunda explosión. Es un sonido terrible, angustioso. En ese momento me he quedado como tonta, no sabía qué pasaba. Pensé que eran bombas y que debía salir de allí".

Pero no era fácil huir. La gente comenzó a correr escaleras arriba para encontrarse con los cientos de pasajeros que iban en sentido contrario. La confusión era indescriptible.

Otro ecuatoriano, Aníbal Altamirano, también testigo del atentado, sólo pudo expresar ese momento comparándolo con "una guerra". Según él, las explosiones se produjeron primero en el andén 1 y luego en el 2. La onda expansiva provocó que muchas personas cayeran al suelo y se pisaran unas a las otras.

Se produjo el caos en Atocha, prosigue Rosa. El pánico se adueñó de la gente. "Muchos lloraban, una señora estaba tendida en el piso porque se había caído y nadie la ayudaba. Había mucho humo. Luego vi a una mujer herida que subía a mi lado con la cabeza rota, llena de sangre, la cara y las manos negras del hollín o de quemaduras. Sus ropas también estaban negras".

La policía, explica Rosa, intentó reconducir el río de gente que pugnaba por salir de la estación al tiempo que otros efectivos corrían escaleras abajo para llegar a las vías. Tras el primer estupor del momento, Rosa se echó a llorar. Como ella, "hombres hechos y derechos también lloraban y se sentaban fuera, en la calle, sin saber qué hacer".

Las ambulancias llegaron al lugar del atentado en muy pocos minutos pero tardaron más tiempo en alcanzar el tren que estaba en las vías. "Todos preguntaban qué estaba pasando y la policía no explicaba nada", recuerda Rosa. Junto al caos, sólo se veía a gente hablando por el móvil y el servicio de telefonía pronto quedó colapsado por los centenares de personas que intentaban llamar a sus familiares.

Cuerpos tendidos en el suelo

Las inmediaciones de Atocha y de las estaciones del Pozo y de Santa Eugenia pronto se llenaron de cuerpos tendidos en el suelo. Un operario de Renfe, que se encontraba en una máquina estacionada, aseguró que "hubo una carnicería de manos, piernas y cadáveres". Junto a un compañero intentó ayudar a sacar heridos, pero no pudo evitar pisar algunos cuerpos.

Diez horas más tarde, los equipos de rescate aún estaban rescatando cadáveres de los trenes. Los heridos fueron trasladados a los hospitales, donde se vivían escenas de enorme dramatismo.

Yamila Ben Salah, una inmigrante marroquí que lleva 16 años en España, no podía encontrar a Sena, su hija de 13 años, entre los cientos de personas ingresadas, informa Olga Pereda. "Sena coge el tren todos los días. La estoy buscando en todos los hospitales pero no aparece. Es mi única hija", explicaba angustiada. Otra madre desesperada era Petra Gutiérrez, que buscaba a su hijo Juan Ramón, de 29 años. "No me coge el móvil y en la oficina no está. Estoy convencida de que le ha pasado algo pero nadie me dice nada".