Cuando pronuncié mi primer discurso desde la tribuna del Congreso de los Diputados, --y eso sucedió a mediados de 1978 cuando todavía no teníamos Constitución-- para recabar de la Cámara la eliminación de tres terribles artículos del reglamento de la Guardia Civil, Adolfo Suárez, presidente del Gobierno y por lo tanto jefe máximo de los guardias, me felicitó efusivamente.

Más adelante, y seguíamos en periodo preconstitucional, Santiago Carrillo y su grupo parlamentario se empeñó en que para hacer frente al franquismo que aún estaba vivo y coleando había que instaurar en España un Gobierno de concentración nacional. A mi aquella idea me gustó y por eso la voté. Aún recuerdo cómo me temblaban las piernas cuando todas las miradas de Sus Señorías convergían en mí. Era yo solo quien permanecía en pie en medio de un mar de cabezas ucedistas que habían votado en contra y de todos los socialistas que se habían abstenido.

Desde el banco azul Adolfo Suárez me miraba entre incrédulo y sorprendido. Pero su rostro no manifestaba crispación alguna. A los pocos minutos se me acercó el entonces ministro de Trabajo Manuel Jiménez de Parga y me dijo: "Ha dicho el presidente que te espera mañana a las 10 en la Moncloa". Y allí fui. Solito, sin saber cómo saldría de aquella situación. Aún me parece sentir el calor de su apretón de manos y la cordialidad con que me pasó el brazo por los hombros. Me invitó a sentarme cerca de él y me dijo: "No te preocupes, Juan de Dios. Entiendo perfectamente lo que has hecho. Y para tu tranquilidad te diré una cosa: a mi me hubiera gustado enormemente votar lo mismo que tú.

Siempre he creído que en momentos tan cruciales en la historia de España, como el que ahora estamos viviendo, la unidad de todos los que queremos un espacio de libertad y democracia debe ser la mejor garantía de que el pasado reciente no vuelva a hacer imposible la convivencia entre todos los españoles".