Para identificar el frío, nuestro cerebro necesita tener una noción del calor. Sólo contraponiéndolos puede incorporarlos a la conciencia. Para conocer de verdad lo que significa estar vivo, lo tiene mucho más difícil; le falta el otro extremo de la comparación, pues no nos es posible saber qué significa estar muerto. Por eso necesitamos edificar nuestra identidad sobre un armazón de leyendas que no siempre tienen la solidez deseada. Ante la ausencia de verdad, construimos la mentira. Tal vez sea necesario y hasta útil; también es muy peligroso si uno no recuerda luego que la clara conciencia que tiene de su propia identidad es poco más que una construcción mental conveniente y circunstancial.

Y ese peligro crece pavorosamente cuando se traslada al terreno de las identidades colectivas. Matamos por ellas. Lo hemos hecho siempre. Matar por confirmar quiénes somos. O quiénes no somos. No hace falta decir que, si de verdad lo supiéramos, no necesitaríamos confirmarlo.

El valor moral del atentado de Madrid es idéntico, quienquiera que sean sus autores. También es idéntica la perplejidad. Por ejemplo, ante la edad supuesta de los ejecutores. Si son de aquí, han nacido en democracia; tal vez tengan también coja esa comparación. No conocen el pavor que representa la ausencia de democracia. Y nacieron en un mundo cuyas fronteras empezaban a tener un valor apenas simbólico. Valor simbólico, en este caso, no significa sin valor, sino todo lo contrario: un valor asesino.

Afortunadamente es unánime la noción de que, en el terreno moral, da lo mismo quién haya sido. También es unánime la voz que pide contestar en las urnas. ¿Habrá quien esté calculando de qué manera puede cambiar el recuento de votos la atribución definitiva del atentado?

Tengo la sensación de que escuchamos a todos los líderes políticos con un detector nuevo. Una alarma lista para saltar en cuanto alguno de ellos trate de cosechar un solo voto entre los cadáveres. Es un detector útil. Ojalá no lo desconectemos tan a menudo. Arnaldo Otegi descartó de inmediato que el atentado fuera de ETA porque se trataba de "acciones indiscriminadas contra la población civil y los trabajadores..." (sic ). Si se confirma que no ha sido ETA, tal vez tenga razón. Pero tenerla no significa necesariamente decir la verdad. Sobre el uso miserable de la palabra indiscriminado podrían escribirse miles de páginas, resumibles en una palabra: mentira. Cualquier asesinato, sean sus víctimas una o un millón, es discriminado. Alguien elige matar. Elegir es sinónimo de discriminar.

Siempre me ha parecido reprobable la facilidad con que el Partido Popular metía en el saco de los culpables a quienes no apretaban, que se sepa, gatillo alguno. Ahora, me parece igual de miserable atribuir al PP el deseo de que sea ETA, y no Al Qaeda, quien cometió el crimen. Si alguien puede demostrar que Interior esconde datos a conciencia hasta después de las elecciones, que levante la voz. Yo sería el primero. Si no, evitemos las fisuras.

Parece claro que las primeras declaraciones, que atribuían el atentado a ETA eran, eso sí, precipitadas. ¿Interesadas? Me resisto a creerlo.

Lamentablemente, hace demasiado tiempo que no vemos dudar a nuestros líderes. Nadie contesta nunca: "No tengo respuesta". Extraño, porque los ciudadanos sí padecemos esa sensación a menudo. ¿Pueden los responsables de nuestra seguridad admitir que no saben quien la ha golpeado? Ojalá. De hecho, cualquiera que haya recibido un golpe duro sabe que la reacción inmediata es el desconcierto.

¿Se atrevería la clase política a mostrase con esa desnudez? Vista la magnitud de la masacre, difícilmente. Además, las crisis acrecientan las ideas preconcebidas. Sin ánimo de frivolizar, traslademos el asunto al terreno doméstico: si uno tiene un conflicto con el vecino de rellano y un día le aparece la puerta pintarrajeada, lo primero que hará es maldecir al vecino. Cabe decir que la gran mayoría de la clase política se ha comportado con sentido de la responsabilidad. Eso no quiere decir que hayan tenido en todos los casos el comportamiento idóneo para las grandes ocasiones. Las que exigen grandeza, como ésta. Creo que en los últimos años se ha dado un empequeñecimiento mezquino de nuestra clase política. Eso tiene un peso doblemente grave en un país que vivió una larga dictadura, porque son los propios políticos quienes, de pura miopía, se empeñan en dar validez a los tópicos del franquismo: la noción de que la política es politiqueo, la idea de que sólo persiguen obtener el poder y luego atarse a él es un demonio heredado de esos tiempos.

Algunos ciudadanos viven con la sensación de que casi da lo mismo, de que el poder se impone por intereses sea cual sea el sistema. Incluso si tuvieran razón, hay una diferencia fundamental entre una dictadura y una democracia y tiene que ver con las formas. Para imponer sus intereses en democracia, el poder y los contrapoderes no tienen más camino que aceptar una serie de trámites pactados. Por eso, esgrimir que un político pueda haberse equivocado en las formas, pero no en el fondo, es invocar una mentira.

De hecho, tendemos a identificar ingenuamente democracia y verdad. Esa es una ecuación compleja, casi imposible de despejar. La única verdad contundente de la democracia es el acuerdo sobre el que se asienta: la voluntad de ponernos de acuerdo, mal que nos pese, en cómo queremos vivir. Nadie hablaba de morir.

Se empuñan banderas para matar y se despliegan banderas para envolver a los muertos. De momento, 24 de los fallecidos eran ciudadanos extranjeros. De algún modo se podría decir que todas las demás víctimas, incluidos los supervivientes, eran extranjeras también. Extranjeras en el territorio de la muerte, donde alguien les ha dado carta de residencia permanente.

La nación ideal de un terrorista no es la que afirma querer liberar de no sé qué yugo: es una nación de cadáveres, un desierto calcinado en el que nadie podría discutir si somos iguales o distintos. Esa discusión nació con el hombre y se lo va llevando a la tumba desde el origen de la historia, como si todos nos olvidáramos de que no podemos ser ni iguales ni distintos porque somos una leyenda.

Además de la obvia solidaridad con las víctimas, conviene no olvidar a los supervivientes. Los psicólogos han documentado repetidamente el extraño síndrome de culpa que afecta a quienes sobreviven a esta clase de masacres. Al parecer, les sobrecoge una voz interior que pregunta: "¿Por qué él, y no yo?". Esa sí es una duda que de be erradicarse. Nosotros, los supervivientes de puro milagro, porque en realidad todos lo somos, tenemos una única identidad colectiva clara: la de la vida. Ellos, los que matan, quienes quiera que sean, tienen sólo la identidad de la muerte. Porque no conocen el otro extremo de la comparación: no saben lo que significa estar vivo.