Según los últimos datos disponibles, el consumo de vino internanual en España ha crecido, a octubre de 2021, un 6%, llegándose a los 1040 millones de litros. Todavía por debajo de las cifras de antes de la pandemia –cuando el turismo era muy potente–, pero con un crecimiento sostenible.

Si todo nos lo hubiéramos bebido los españoles, saldría un consumo medio por persona y año de casi 22 litros, más de dos botellas al mes, lo que no está mal vista la tendencia decreciente de las últimas décadas. Aunque quizá lo más significativo es la constatación de que crece el consumo por el denominado tercer canal: vinotecas, clubs de vinos, portales online, ventas directas de bodegas, etc., que suele denotar un bebedor más informado y conocedor de la calidad. Que coincide con la mayor adquisición de vinos con denominación de origen y la mayor relevancia de los espumoso.

A primera vista parece que el consumo de vino está evolucionando, bien que con tranquilidad, hacia la calidad. Vino como placer, antes que alimento, en sintonía con el resto de Europa, aunque sigamos hacia la cola en el consumo por persona. Por lo tanto, la batalla de nuestras bodegas debe ser la calidad, antes que la lucha por el precio, donde siempre seremos vencidos por productores masivos.

No son tiempos fáciles para augurar tendencias, pero, siendo optimistas por eso de las navidades, parece que se van incorporando nuevas generaciones al consumo más o menos habitual de vino. Como decían con sorna en Francia, por cada abuelo que se muere, hacían falta tres o cuatro jóvenes para compensar su consumo de vino.

Sin ser tan grave aquí, parece que la incorporación a la cultura y el consumo de vino se da pasada la treintena, donde el sector ha concentrado todos sus esfuerzos de promoción. ¿Y los más jóvenes? Pareciera que los abocáramos al botellón de baratos destilados o, el mejor de los casos, de kalimochos de urgencia. ¿No se puede hacer nada por ellos?