Existe un elogio constante, un culto excesivo a la juventud. El joven ya no es sólo el consumidor por excelencia, es fundamentalmente una marca de consumo. Aparecen constantemente en los medios de comunicación viejos travestidos de jóvenes. En el arte, la juventud es ya un género: jóvenes realizadores, jóvenes creadores, jóvenes artistas. Leí una vez, y lamento no recordar el nombre del autor de esta genial idea, que en la pintura, junto al paisaje o al bodegón, pronto aparecerá el género de la juventud.
Y hoy asistimos a retrospectivas de artistas que apenas superan los cuarenta. Una de las paradojas actuales radica en que cuanto más larga es la vida humana menos duran las generaciones. Yo, que soy un antiguo, me quedé en la generación X, que ni los que la inventaron saben lo que significa. Más paradojas, sentimos una profunda admiración por alguien que corre los cien metros en menos de diez segundos --algo que tendría sentido en el paleolítico-- y, sin embargo, despreciamos a quienes poseen un coeficiente intelectual más alto que el nuestro.
PROBABLEMENTE, tras este éxito del culto a la juventud, lo que existe es un triunfo sin paliativos de la cultura de la imagen frente a la cultura de la palabra. Con el éxito de la imagen y el arrumbamiento de la palabra, hemos asistido y asistiremos al decaimiento, al ocaso de la abstracción y, en consecuencia, de la creatividad. Los jóvenes de hoy saben más idiomas que los de ninguna otra generación anterior y, sin embargo, tienen gravísimos problemas para entender determinados conceptos en su propia lengua materna. Así las cosas, no es extraño que un alumno confundiera hace poco el derecho a la propia imagen con el culto al cuerpo.
TODO ELLO ha tenido su plasmación en el sistema educativo, arrasado --no sé si inconsciente o deliberadamente-- en la mayor parte de los países del mundo, y muy especialmente en España. Se han desmontado los principios básicos del aprendizaje: el principio de autoridad, el esfuerzo como metodología del aprendizaje y la necesidad o el interés por el saber. Han arrasado con las tarimas en primaria y en secundaria; y, en la Universidad, el más bruto discute de igual a igual su examen con un catedrático de reconocido prestigio. El alumno universitario se ha perdido en el laberinto de créditos, libres configuraciones y compensaciones a la ley del mínimo esfuerzo que han traído las sucesivas reformas del sistema educativo. Y así es imposible disciplinar un cerebro sacudido por efervescencias hormonales y un corazón díscolo por naturaleza.
Un compañero de facultad expone con indudable acierto este estado de cosas. Recuerda que un razonamiento complejo del profesor, basado en años de estudio y articulado en varios días de clase, resulta triturado, en primer lugar, por unos apuntes ajenos y, en última instancia, por el resumen de un alumno, que lo condensa en el examen ¡en una línea! Y, sin embargo, "le he puesto todo" es el argumento que el profesor tiene que escuchar reiteradamente en las reclamaciones de las pruebas que realiza. Aún resulta peor, si cabe, la contestación del alumno a la réplica amistosa del profesor: "Entonces, qué quiere, ¿qué le metamos un rollo?".
El profesor, atónito, no sabe cómo explicarle a un alumno de último curso que sólo se trata de construir frases, con principios y finales, hilvanando unas ideas con otras y, eso sí, sin dejarse las ideas centrales.
LA MODERNIDAD se basó en la preponderancia de lo nuevo sobre lo viejo. Las leyes posteriores derogarían a las anteriores. Desde entonces, y en sólo dos siglos, hemos conseguido cargar de contenido peyorativo la palabra clásico. "Déjalo, es demasiado clásico"; cuando lo clásico es lo perdurable frente a la trivial contingencia de las modas. Así las cosas, hasta la modernidad ha sido superada por la neomodernidad.
Desde hace unos años, observo en la universidad que se adjuntan certificados médicos a las solicitudes de cambios de turno en los que se pone de manifiesto que el alumno padece graves trastornos de personalidad. Y, aunque nunca he entendido por qué se solicita siempre el cambio de tarde a mañana --salvo que estemos en presencia de licántropos (hombres lobos, por si algún universitario lee este artículo, que lo dudo)-- el hecho resulta muy significativo.
En fin, concluyo el artículo porque llego tarde al gimnasio.
*Profesor de Universidad