Un tribunal penal de Casablanca ha condenado a muerte a 10 ciudadanos marroquís miembros de movimientos integristas. Ninguno de ellos está relacionado con los sangrientos atentados del 16 de mayo, y sólo algunos estaban imputados por delitos de sangre. Pero es evidente que las sentencias son un primer escarmiento para demostrar que el endurecimiento de la represión contra los islamistas que Mohamed VI prometió hace dos meses va muy en serio. Desde hace una década no se aplica la pena capital en Marruecos, así que existe la esperanza de que finalmente la gracia real impida las ejecuciones. Pero en esta ocasión el clima de rigor tras los atentados suicidas no lo garantiza.

La amenaza del islamismo político agrava aún más el retroceso general en las esperanzas de modernización que levantó la llegada al trono de Mohamed VI. Las decepciones se acumulan: la invasión de Perejil, las violaciones de la incipiente libertad de prensa y la perpetuación de los privilegios del aparato del régimen. Con este clima quizá sea demasiado esperar que el rey marroquí entienda que ofrecer expectativas de progreso económico, modernización y participación política es el mejor antídoto para la violencia.