Thomas Mann pasó varios años de su juventud envidiando a Goethe, porque había tenido el privilegio de vivir la turbulenta etapa napoleónica que sacudió Europa. Los acontecimientos posteriores le neutralizaron la envidia, y Mann fue testigo nada menos que de dos guerras mundiales. En realidad, no hay época que no resulte apasionante, al margen de la soberbia que tenemos los coetáneos de considerar que el tiempo que vivimos es trascendental. Y estos primeros balbuceos del siglo XXI vienen cargados de retos impresionantes. Desde el incierto futuro del continente africano hasta los desafíos éticos de la biogenética; desde la interrogante del equilibrio mundial tras el desarrollo y despertar de China hasta la evolución de las estaciones espaciales; desde el envejecimiento en Europa hasta la eclosión de la América que habla español y portugués. Incluso a corto plazo hay graves y cercanas cuestiones que merecerían reflexión.

Pues bien, una de las circunstancias más descorazonadoras que existen es comprobar que, en su inmensa mayoría, los políticos están embebidos en sus regates en corto, en sus asambleas de Madrid, en sus autonomías, en las sucesiones internas, o en el lugar que ocuparán en las próximas listas electorales. Hay meteoritos acercándose al planeta, pero los que voluntariamente lo quieren administrar se encuentran enfrascados, jugando a los chinos o discutiendo futilidades. Nos pueden embargar las pensiones, pero los responsables dicen que no hay prisa.

Los políticos no suelen ser muy aficionados a estudiar la Historia. Lo suyo es el presente y lo que podrá suceder la semana siguiente. Pero si le dieran una ojeada a los sucesos pasados comprobarían que cuando los grandes problemas se olvidan y la endogamia doméstica sustituye a la grandeza de los estadistas se suelen producir fenómenos convulsos que tiran las mesas patas arriba, porque se puede olvidar la existencia del agua, pero es imposible evadirse de ella cuando llega en forma de violenta inundación.

*Escritor y periodista