Viejos aparatos de radio de los años sesenta del ya lejano siglo pasado. Recuerdo que se conectaban al girar un interruptor, de finas y regulares estrías al tacto, situado en la parte frontal y derecha del receptor.
Una vez accionado el susodicho interruptor se oía un clic y, a la par, se encendía una tenue luz que mal iluminaba la pantalla donde venían registradas las localizaciones de las diferentes emisoras (la mayoría de quimérica sintonización).
A pesar del referido clic de inicio, el aparato guardaba a continuación unos segundos de silencio, expectante y eterno silencio que precedía a la audición de las voces venidas de las ondas; voces sin rostro para los tiempos de merienda y radio.
El otro día vi una voz sin rostro.
Me pareció que el paso del tiempo era bastante benévolo con ella; quise saludarla, y abrazarla, y darle las gracias por tantas y tantas cosas. No lo hice: tuve miedo a molestar o dañar o romper, que nunca se sabe, esa vieja complicidad, ese magnetismo, ese mundo mágico de ilusiones y radio siempre viva.
*Doctor en Medicina y radiólogo