El mundo político de los democristianos merece siempre una seria reflexión aunque en España dejaron de constituir una entidad política. Aquel partido no obtuvo ni un solo escaño en las elecciones de 1977, y a partir de entonces fue diluyéndose sin remedio; ignoro por qué no recibió mayor acogida del electorado cuando España es sociológicamente cristiana, más que demócrata, lisa y llanamente por mera tradición: son veinte siglos contra muchísimos menos.

La situación de la España de 1977 era distinta de la que llevó al triunfo de la democracia cristiana encabezada por De Gásperi, en la Italia de los años cuarenta; allí se temía una victoria comunista y aquel partido fue apoyado por fuerzas muy poderosas material y espiritualmente, que contribuyeron a decantar la voluntad del pueblo. En España la democracia cristiana no alcanzó éxitos historiables, y sin embargo sí lo obtuvieron personas que salieron de ella y desenvolvieron su actividad política desde otras formaciones que aprovecharon tan excelente cantera.

En España, el partido democristiano no atrajo el interés popular y en Italia acabó en cataclismo; ¿por qué disponiendo de una sólida doctrina y de personas que declaradamente la asumían no llegó a tener, ni parece que pueda alcanzarlo en el futuro previsible, una repercusión estimable en las urnas? No conozco la respuesta. Cabe, desde luego, que pese a contar con pensamiento y con personas adecuadas, la Democracia Cristiana no pudiera adaptarse a las inevitables servidumbres de los partidos; el ecumenismo cristiano representa una enorme dificultad cuando se intenta conectar con reglas políticas obligadamente más limitadas y en las que hay que cortar y coser el traje a la medida de electorados contingentes. La idea cristiana no se expresa bien si se prescinde de su universalidad. Cristo no dijo que amparáramos sólo a los de nuestro partido; el concepto cristiano del prójimo va mucho más allá y no se limita por supuesto a los correligionarios.

Además, en un partido político las ideas no suelen discutirse tanto como los intereses. Puede que los partidos no se sientan cómodos con los exigentes principios que constituyen el pensamiento cristiano. Un partido maniobra más a gusto si no tiene que "ambicionar los carismas mejores" y, sobre todo, si sus líderes aspiran a perpetuarse aunque para ello, necesiten cambiar de doctrina las veces que haga falta, pero ¿quién se atreve a cambiar las ideas de Cristo? Recuérdese que en otros partidos las más caras ideas se pueden encubrir (¿quién dice hoy, que es marxista?) pero en un partido democristiano esas ideas deben ser creencias: o se asumen o el partido deja de ser cristiano que es lo sustancial. Los líderes que se muestren mutables "cuando lo exija el guión", no congenian con la defensa de valores permanentes. Si como dicen los expertos, se pueden humanizar genes de los ratones, ¿cómo evitar que se ratonicen algunos líderes?

La democracia encuentra uno de sus fundamentos en el imperativo moral de aceptar (¡cristianamente!) que aquellos que suponemos mal dotados aspiran a vivir lo mismo que los que nos creemos listos. El cristianismo quiere llegar a todos por igualdad y amor no por mera legalidad, y sin depender de mayoría alguna, pero su sentido transcendente de la existencia se compadece mal con la inmanencia partidista.

Llevo tiempo preguntándome por todo eso y dos libros que leí hace poco, uno sobre la oposición interior a Franco y otro contando las memorias de un jesuita catalán, me han hecho repasar el asunto sin otra intención que la de adquirir una opinión fundada; pienso que los democristianos españoles no se opusieron significativamente al franquismo y que sin embargo, desparramados luego por partidos distintos del democristiano, influyeron incluso decisivamente en el seno de los mismos, y cito expresamente a Unión de Centro Democrático (UCD) y PSOE como casos más relevantes.

Hay que admitir, además, que en la postguerra la única oposición organizada y mínimamente eficaz frente al franquismo fue la ofrecida por el PCE, aunque no contó con un apoyo popular significativo; los demás partidos apenas representaron algo y los democristianos, acaso menos; conjuntamente, casi nada e individualmente, sólo cuando Franco los llamó a colaborar (caso de Martín Artajo, de Ruiz Jiménez, de Silva, etc., etc.). No imagino a Cristo militando en un partido, mal que pese a cuantos lo quisieran en sus filas a condición de separarle de cualesquiera otras; Cristo es indivisible.