Ciento cincuenta años antes de Cristo, una pequeña ciudad celtíbera, Segeda, declaró la guerra a la republicana Roma. Algo así como si Alcañiz lo hiciera a los Estados Unidos de América. Aquel hecho insólito, que obligó a modificar el calendario romano, originó la segunda gran guerra celtibérica, que habría de prolongarse durante veinte años.

Cerca de cien mil romanos iban a perder la vida entre aquellos cabezos poblados por los habitantes de Centóbriga, Bursao (Borja), Uxama (Soria), Contrebia Belaisca (Botorrita) o Turiaso (Tarazona). Al frente de las legiones se sucedían los generales y cónsules, sin que la maquinaria militar más poderosa del mundo conocido fuese capaz de sofocar la resistencia de los caudillos celtíberos y del lusitano Viriato. Hasta que Publio Cornelio Escipión, hijo adoptivo de El Africano, puso cerco a Numancia y acabó con la rebelión.

Por este apasionante paisaje de la historia, poco transitado, si descontamos hagiografías y leyendas numantinas (y la explotación del símbolo nacionalista por Cánovas y Francisco Franco, entre otros muchos) nos invita a discurrir José Luis Corral en su última, vibrante y documentada novela: Numancia .

Que es, en sus casi seiscientas páginas, una lección de historia y de literatura a la vez. Porque, a través del ágil vehículo literario en que se convierte Aracos, el héroe numantino, en la ficción, de Corral, vemos pasar los ritos paganos y la polifonía divina de los antiguos celtíberos: Lug, el dios de la luz, artesano y poeta; Taranis y Neitos, dioses de las montañas, que se manifiestan por el rayo; Cernunnos, dios de la fecundidad y la inmortalidad; Sucello, deidad de los infiernos y los muertos... Conocemos a los druidas, atraviados con sus pieles de lobo, sus cornamentas de animales, sus gorros blancos. Podemos imaginarlos en la preparación de la tisana de las cien hojas, el alucinógeno que se servía en las noches de luna llena junto a los jarros de cerveza caelia , documentada por Apiano.

Como se evidencia en la lectura, el autor de Numancia ha realizado un notable esfuerzo instrumental. Las fuentes clásicas --Dión Casio, Diodoro Sículo, Tito Livio, Plinio El Viejo, Polibio, Ptolomeo y un largo etcétera-- aportan datos de interés, que Corral recoge, y a esa base hay que sumar cientos, seguramente miles de trabajos arqueológicos y monografías de todo tipo aparecidas a raíz de las excavaciones celtibéricas del siglo XX (Numancia no comenzaría a ser exhumada, hasta 1905, por el alemán Adolf Schulten).

Corral nos traslada también a la Roma republicana de los Escipiones y los Gracos, aquellos tribunos de la plebe empeñados en el reparto de tierras, en quienes Engels intuiría arcanos comunistas. La Roma de los misterios de Eleusis, remotos antecedentes de algunos de los posteriores dogmas cristianos, como la crucifixión o la resurrección del hombre-dios. La Roma embarcada en el lucro de la guerra, su gran y primer negocio, como lo es hoy del país de Bush.

Firma Corral, en definitiva, un nuevo y merecido éxito en el género que mejor domina. Exito (más de un millón de ejemplares vendidos) que lo mantendrá al frente de los escritores aragoneses contemporáneos, aunque algunos (no sus lectores) sufran por ello.

*Escritor y periodista