La gran familia popular está de enhorabuena, está de fiesta. Como ya pasó hace sesenta y tantos años, la batalla del Ebro ha vuelto a ser decisiva para los intereses de la España neoconservadora y nacionalcatólica. José María Aznar, ese gran estratega, ha sabido llevar a los suyos a la victoria del trasvase final. Y sin disparar otros tiros que las salvas presupuestarias y el pistolón de fogueo de Prado del Rey.

Algo, un hito, ciertamente, que ni siquiera Francisco Franco, el hacedor de presas y embalses, logró encimar con todo su dictatorial poder. Claro que el Generalísimo carecía de las persuasivas dotes, la visión y el pulso de nuestro pequeño Napoleón (que también era pequeño), un hombre, un gigante, diría yo, elegido por la historia.

Este Aznar conquistador de ríos y pueblos no podía despejar las habitaciones y la pista de pádel del poder sin materializar su vendetta contra una comunidad autónoma, Aragón, que ha osado contrariar su voluntad, y lo ha castigado en las urnas. Todo el resentimiento de Aznar por la pérdida de la Diputación General, y, más recientemente, por su fracaso en los Ayuntamientos de Zaragoza y Teruel, se ha volcado sobre las espaldas de los técnicos de Medio Ambiente, inducidos a finiquitar a marchas forzadas, y a licitar, la autopista del agua. Incluso en el comportamiento póstumo del presidente saliente intuimos su megalomaníaco genio; ya los faraones de la antiguedad apresuraban sus pirámides, a golpe de látigo, cuando intuían su tránsito.

Aznar, escoltado por sus centuriones trasvasistas, por la ministra Elvira, por el paleta, Jaume Matas, la madrina, Luisa Fernanda Rudi, el masajista, Pascual Fernández y por ese héroe desprendido y anónimo que es Gustavo Alcalde, pondrá la primera piedra de la fosa aragonesa en tierras de Almería, bien lejos, allá por la nueva desembocadura del Ebro por él desviado. Los camarlengos de Moncloa buscan fecha para el gran día. Será histórico, histérico. Desde que Moisés separó las aguas del Mar Rojo, la humanidad no habrá visto nada parecido. Aznar pronunciará el discurso de la solidaridad y, solidariamente, pedirá el voto. Tal vez, incluso, en un gesto magnánimo, aplique unas palmaditas de reconocimiento y gratitud al presidente del PP-Aragón, a quien todavía no ha concedido cita. Para los empresarios del golf almeriense, para los constructores murcianos, para los padrinos valencianos, José María Aznar habrá cumplido.

Pero no todo puede ser alborozo. En medio de la euforia trasvasista, el presidente, siempre en su papel de hombre de Estado, ha tenido que admitir que, cuando trasvase, no quedará bien con todos sus súbditos. La campaña africana del Napoleón de Silos , su reciente experiencia iraquí, donde el tiro le ha salido por Nashiriya, le ha enseñado que, cuando se declara una guerra, un bando suele ponerse en contra. Fiel a su predemocrática divisa -o conmigo o contra mí-, Aznar sólo pretende quedar bien con los suyos. No con Aragón, borrado hace tiempo del cuaderno azul, ni con esos antipatrióticos baturros capaces de malbaratarle el AVE, los telediarios y la subvención de la Wallström.

Así, de un bituminoso bigotazo, se escribe a veces la historia.

*Escritor y periodista