El ruido ambiental es una modalidad de contaminación muy perniciosa, porque está ahí, machacando continuamente, abrasando sin compasión, pero sin dejar rastro. Es algo parecido al arsénico, la modalidad de envenenamiento más limpia y más sofisticada, porque mata sin que queden señales ni residuos. Matar con arsénico es delito, pero matar con ruido es de una impunidad absoluta. Cualquiera --usted, yo misma-- somos susceptibles de ser unos asesinos en potencia, porque la raya que separa el bien del mal en cuestión de ruido se llama educación, esa actitud urbana que se puede practicar al punto de la mañana pasando con delicadeza las cuerdas de un tendedor que chirría o, de madrugada, bajando las persianas.

Si valoráramos a peso la normativa que existe sobre el ruido se podría pensar que el derecho de los ciudadanos está perfectamente legitimado. Pero es mentira. Hay mucha normativa al respecto que es sólo paja legislativa, porque el ruido no lo producen exclusivamente los disco bares y quienes se van de juerga las madrugadas de fin de semana. La máxima expresión del ruido se manifiesta también en los autobuses interurbanos, con esos viajeros vociferantes que se pelean con los altavoces de la TV para hacerse oír a través de sus móviles. Por no hablar de esas tiendas sin puertas que escupen decibelios sin piedad. ¿Y qué decir del colmo de la horterada, esos coches maqueados y sus tubarros? Si la normativa tuviera lo que hay que tener, bastaría con que los ciudadanos tomaran nota de las matrículas. Más que nada porque la Policía Ambiental parece que no llega a todo.