TODO POR LA PATRIA

Las relaciones entre el Ejército y la sociedad siguen siendo neuróticas y llenas de prejuicios, como si la alargada sombra de la guerra civil se prolongara hasta los albores del siglo XXI. La propia bandera, que no es del Ejército, sino que pertenece a la nación, es observada con suspicacia, como si detrás de ella viniera una formación de tanques dispuestos a disparar sobre las autonomías, o como si se tratara de algo para adornar los cuarteles.

Algunos de los diputados que mostraron su indignación tras el accidente aéreo en Turquía y reclamaron más dinero para que nuestras tropas se trasladen con mayor seguridad, vienen de un pasado muy reciente en el que sus manifestaciones públicas en contra de aumentar los presupuestos castrenses eran abundantes, incluyendo la supresión del Ejército y la propuesta de dedicar ese dinero a la construcción de escuelas y residencias de la tercera edad.

Debe ser precisa una gran desmemoria o una contundente esquizofrenia para pasar del antimilitarismo militante --valga la expresión paradójica-- al entusiasmo militarista.

En realidad, las sociedades prósperas, desarmadas ética e ideológicamente, como sucede con la mayor parte de las que componen la Unión Europea, viven en la contradicción de protestar por el vasallaje que deben a Estados Unidos y, por otro lado, en la incapacidad de comprometerse con un Ejército bien dotado que permita cierta independencia. Luego están los utópicos, que prefieren el amor a la guerra, como yo prefiero el sosiego a los atracadores, lo que no quiere decir que salga a manifestarme pidiendo que desaparezca la policía.

Y, en medio, unos disciplinados soldados que mueren por nosotros, que lo dan todo por la patria, y a los que el mejor homenaje que les podríamos ofrecer sería aclarar nuestras ideas y curar nuestras neurosis, en lugar de este vaivén en los columpios del cinismo.

*Escritor y periodista