Cuando el PSC consiguió romper el maleficio electoral de la institucionalización de CIU como partido en el gobierno de la Generaralitat, todos los analistas intuyeron que se avecinaba un cambio de ciclo político en España que tenía la manifestación de un gobierno progresista en Cataluña como punta de lanza de su extensión peninsular. Las dificultades del empeño no eran baladíes. De una parte, la personalidad de Pasqual Maragall, el héroe de la Olimpiada de 1992, indicaba que se encontraba en su última oportunidad de dar continuidad a un apellido histórico que a todas luces le pesa demasiado. Además, enfrente y al lado tenía a un partido, ERC, en pleno ascenso del nacionalismo radical, resucitado de sus propias cenizas gracias a los buenos oficios de José María Aznar, que ha demostrado la ley inexorable de la política que determina que un nacionalista maltratado es un ser en crecimiento. Con esos mimbres tenía que construir un gobierno que fuera la antesala del triunfo del socialismo español. Pero esa no era, sin duda, la prioridad de Maragall.

Ocurrió lo que nadie esperaba. José Luis Rodríguez Zapatero y el PSOE ganaron las elecciones generales a pesar de los inconvenientes en que se transformó la existencia del tripartito catalán, que poco a poco se ha abierto camino en España como un obstáculo para la izquierda y para el PSOE, como un permanente dolor de cabeza por la sensación de que Maragall está en competencia por superar el pedigrí nacionalista de CIU y ERC y en alimentar los agravios históricos de Cataluña a las demás nacionalidades, por el empeño absurdo en demostrar el derecho a la superioridad que todo el mundo le ha consentido pero que nadie permite que se le humille con esa sensación.

Además, Maragall, incapaz de gestionar el desastre de el Carmel, ha abierto la puerta para que CIU se desmarque del consenso en la reforma del Estatuto, ha sembrado la duda sobre la corrupción en la política catalana, le ha servido en bandeja a Josep Piqué su institucionalización como líder de la oposición y ha abierto el frente de la incomprensible multiplicidad de los sistemas de financiación autonómicos. En el PSC, lo que se llama núcleo duro, no saben qué hacer ya con las ocurrencias de Maragall, y el ministro Montilla, desde Madrid, mira a Cataluña y sólo reza para que escampe.

*Periodista