A diferencia de la prerrogativa de la inmunidad --esto es, la prerrogativa de no poder ser procesados sin la autorización previa de la Cámara a la que pertenecen--, de la que únicamente son titulares los parlamentarios de las Cortes Generales, la prerrogativa de la inviolabilidad --la de no poder ser perseguidos judicialmente por las opiniones emitidas en el ejercicio de la función parlamentaria-- la comparten los miembros de los parlamentos autonómicos con los del Parlamento del Estado.

No está claro por qué los parlamentarios estatales disponen de inmunidad y los autonómicos no, pero sí está claro por qué tanto los unos como los otros son inviolables. La inmunidad no es una prerrogativa consustancial al ejercicio de la actividad parlamentaria. No existe en los parlamentos autonómicos y podría perfectamente no existir en el estatal. Es algo instituido que se puede dejar a un lado perfectamente.

LA INVIOLABILIDAD, por el contrario, es un privilegio inherente a la función parlamentaria, del que no se puede prescindir. No hay vida parlamentaria sin ella. Por lo que existe en todas las cámaras de los estados políticamente descentralizados y no sólo en el Parlamento estatal o federal.

Esta es la razón por la que no se entiende muy bien que CiU decidiera presentar una querella contra el president de la Generalitat por las palabras que pronunció en el pleno del Parlamento sobre la crisis del Carmel. Si hay un caso claro de inviolabilidad parlamentaria es éste. Políticamente se puede pensar lo que se quiera sobre lo dicho por Pasqual Maragall, pero jurídicamente no hay nada que decir. Es una opinión emitida en el ejercicio de la función parlamentaria y, en consecuencia, no puede ser calificada en términos jurídicos y, mucho menos, en términos penales. Es un caso de libro, sobre el que no hay nada que añadir, salvo celebrar que CiU haya decidido retirar la imputación antes de que los términos del eventual auto de archivo de la querella le sacaran los colores.

Pero las palabras de Maragall y la virulenta polémica que han suscitado imponen una reflexión sobre el fondo del asunto, que no es otro que el de los límites del debate parlamentario. ¿Puede tener topes el debate parlamentario y, en el caso de que pudiera tenerlos, de qué naturaleza deberían ser? Independientemente de que Pasqual Maragall no pueda ser perseguido penalmente por decir lo que ha dicho, ¿debería existir algún límite para que no hubiera podido decirlo? ¿Debería haber una suerte de convención parlamentaria que sancionara una conducta como la del president de Cataluña?

Esta es una cuestión sobre la que no habíamos reflexionado a lo largo de la experiencia parlamentaria iniciada con la transición. Hasta el momento se había aceptado de manera unánime que el debate en la Cámara legislativa no tiene límites. Esa sensación de ausencia de cortapisas la tienen perfectamente interiorizada los parlamentarios españoles. No de otra manera se pueden explicar las palabras de Maragall sobre el 3% o las del senador Ignacio Cosidó calificando a Gregorio Peces Barba en el pleno del Parlamento como "alto comisionado para el diálogo y amparo de los verdugos terroristas". Lo que han dicho los señores Maragall y Cosidó en sede parlamentaria no lo podrían haber dicho fuera de ella. De eso son plenamente conscientes ambos, así como todos los diputados y senadores. En España, los parlamentarios, estatales o autonómicos, no sólo no cuentan con límites jurídicos a su libertad de expresión parlamentaria, sino que no perciben tenerlos tampoco de ningún otro tipo. La libertad de expresión parlamentaria carece prácticamente de límites.

¿Es bueno que así sea? Es lo menos malo, la meta que se persigue en política. La solución buena no existe para los problemas de naturaleza política, y su búsqueda conduce inevitablemente al fracaso, cuando no a la catástrofe. El mal menor es lo que se puede conseguir y, por tanto, lo único a lo que es razonable aspirar. Y en lo que atañe al debate parlamentario y a su lugar dentro de un sistema democrático, esta ausencia de límites es la menos mala de las soluciones. Cualquier otra sería peor.

El debate parlamentario tiene que poder ser el debate más libre de todos en una sociedad democrática. El único tribunal ante el que una señoría tiene que responder es el de la opinión pública. El temor a la eventual sanción de los ciudadanos mediante el ejercicio del derecho de voto debe ser el único freno a la libertad de expresión del parlamentario.

AHORA BIEN,el que la libertad de expresión parlamentaria sea en la práctica ilimitada no quiere decir que se haga uso de dicha libertad de manera general en los debates parlamentarios en España. Nuestro problema no es el exceso de libertad, sino el de autocontrol. La insinuación del 3% ha sido una nota a pie de página en un libro en el que se había obviado abordar directamente los problemas de la contratación de la obra pública en Cataluña, a pesar de que la Generalitat disponía de informes sobre su funcionamiento y de que lo del 3% era un "secreto a voces". En el libro se decía una cosa y en la nota a pie de página otra distinta. Ese ha sido el escándalo.

La insinuación del 3% no es, pues, en estricto sentido una señal de libertad de expresión en el debate parlamentario, sino más bien de ausencia de la misma. Es de temer que, dada la forma en que la insinuación se ha formulado y las reacciones generadas, en lugar de transformarse en una palanca que ayude a propiciar un debate más libre, acabe convirtiéndose en una vacuna que lo debilite y haga todavía más difícil.

*Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla