Una vez estuve en Miami en casa de un individuo, amigo de un amigo, que parecía tener mucho dinero. El automóvil más modesto que había en el garaje era un Cadillac Seville , y en la parte posterior, se podía ver, en el atraque, un yate de unos quince metros de eslora, que se mecía con la suavidad de una caimán somnoliento. El amigo del amigo trataba a nuestro anfitrión con mucha pleitesía, porque estaba pendiente de que le encargara la decoración de una nueva casa que se había comprado en una zona todavía más exquisita, que no puedo precisar, porque conozco mucho mejor Zaragoza que Miami.

El caso es que, a los dos días de aquella cena en tan suntuoso lugar, pudimos ver a nuestro anfitrión fotografiado en el Heraldo de Miami , tras haber sido detenido por un presunto delito federal.

Estos días en que Marbella aparece como un salón de lavado de dinero, me he acordado mucho de aquél episodio y de la ingenuidad de los seres humanos que pensamos que el criminal tiene la barba cerrada, una cicatriz en la mejilla, y un ligero picado de viruela. La experiencia me ha enseñado que las putas de lujo visten con más lujo que las millonarias auténticas, y que un ladrón no va por la calle con antifaz, linterna y un manojo de llaves.

En Marbella, en Miami, incluso en La Romana, nunca sabes si le estás dando la mano a un constructor golfo, que se gana el dinero con el sudor de sus corrupciones a políticos venales, se la estrechas a un traficante de armas, o a un heredero, rico por casa desde hace tres generaciones. Puede que esta mezcla en los escenarios contenga alguna afinidad de fondo, o es posible, simplemente, que el dinero, como la salsa mayonesa, cubra el producto sin que se sepa a ciencia cierta cuál es el pescado que se alberga en el interior. Una vez hecha la salsa, nada recuerda al aceite. Una vez lavado el dinero, queda desposeído de la negra grasa que lo originó.

*Escritor y periodista