Está claro que no estamos preparados para la muerte. Debe ser difícil pero, puesto que es inevitable, por lo menos deberíamos aspirar a morir con dignidad. Y para morir con dignidad es necesario hacerlo sin dolor. Por eso asombra y entristece lo sucedido en el hospital Severo Ochoa de Leganés: dos denuncias anónimas ponen en cuestión la línea de tratamientos preventivos de urgencias y sin ningún otro dato, a pesar de su profesionalidad contrastada a lo largo de los años, se cesa al coordinador de dicho servicio.

Si tenemos en cuenta que el hospital ya fue investigado hace dos años por los mismos motivos y que el comité que realizó la investigación no encontró nada irregular y felicitó por su trabajo a los profesionales investigados, no es muy arriesgado pensar que detrás de las denuncias anónimas hay algo más que el mero interés por las buenas prácticas hospitalarias.

Desde luego la polémica ha puesto en entredicho la utilización de tratamientos paliativos contra el dolor en enfermos terminales. Es conocido que este tipo de tratamientos puede acortar la vida pero, ¿cuál es la alternativa? ¿Permitir un sufrimiento intenso en pacientes que no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir? ¿Cuál debe ser el papel de los médicos, prolongar la vida por cualquier medio cuando no hay cura posible o, a pesar de los efectos secundarios, proporcionar cierto sosiego al enfermo en sus últimos días?

Hay que ser muy insensible o muy integrista para ver sufrir a una persona y no hacer lo posible para aliviarla, pero me temo que estamos ante un debate ideológico en el que, para algunos, los sentimientos y el dolor humano hay que sublimarlos en pro de no se sabe muy bien qué principios. Ahora corremos el riesgo de que se desate una caza de brujas que genere inseguridad en los médicos y dificulte el ejercicio del derecho a morir con dignidad. Lo que sí es seguro es que se le ha hecho un flaco favor a la Sanidad Pública.

*Físico