En las últimas tres semanas, por razones de promoción editorial, he visitado media docena de ciudades españolas, de diferente laya y autonomía. Y, en todas ellas, al caer la tarde, en un viejo galpón de arrabal, cerca del río, o desde e interior de un local tan céntrico como institucional, he escuchado el suave terremoto de los tambores, ese temblor de madera y cuero que es sonido de vísperas de Semana Santa. Y, a la vez, un ciudadano de cuyo nombre no quiero acordarme, manifestaba en uno de los periódicos que cayeron bajo mis pecadores ojos, que había que plantearse la laicidad del Estado también en las calles, porque las procesiones suponen una invasión religiosa de las vías públicas.

El entusiasmo que ha provocado la propuesta entre alcaldes y autoridades autonómicas no ha sido arrebatador, porque a fecha de hoy, que yo sepa, ningún edil ha prohibido la "invasión religiosa de las calles". Recuerdo que, en los primeros meses de la transición, un dirigente de Comisiones Obreras de Andalucía, con más fe laica que sentido práctico, convocó una reunión el día de Jueves Santo. El absentismo fue de tal calibre que ya nunca más nadie se atrevió a cometer el mismo error, y las convocatorias evitan que los muy ilustres miembros de comités más o menos federales o provinciales tengan que dirimir si acuden a la reunión sindical o asumen sus deberes de cofrade. El problema de la religión no es la religión en sí misma, que casi todas doctrinas tienen en común cierta búsqueda de la fraternidad, sino el fervor. En el momento en que aparece el fervor y, sobre todo, el fervor apasionado, casi todo es posible, y las llamadas guerras de religión no las provocaron las doctrinas religiosas, sino los fervorosos. La aparición de laicistas vehementes puede convertir el laicismo en una religión que derive en el crecimiento, no ya de ciudadanos laicos, sino de laicos sectarios, tan peligrosos, inquisitoriales y estúpidos como cualquier otro fanático.

*Escritor y periodista