La ofensiva de los conservadores de Estados Unidos, con la imagen de un presidente Bush interrumpiendo sus vacaciones para sancionar una ley ideada exclusivamente para impedir que se ponga fin al estado vegetativo en que está postrada Terri Schiavo desde hace 15 años, ha tropezado con un gesto de independencia. El juez que debía aceptar, bajo una inaudita presión ideológica, la petición de mantener a Terri en vida artificial, ha desestimado los recursos que se amparaban en la ley recién aprobada. Ello mitigará el drama de una mujer que ya ha perdido todo el derecho al anonimato y a la muerte digna decidida por su entorno más directo. El debate ideológico sobre quién marca los límites de la vida humana sigue abierto. Pero es obvio que ningún caso concreto debe recaer en el poder político del Estado. Son el afectado y su familia directa, además de médicos --y jueces, si se tercia-- quienes deben tener la última palabra. El caso Schiavo debiera resultar paradigmático para todo el mundo. Porque tampoco Europa puede dar lecciones de cómo facilitar la buena muerte al enfermo terminal. Si bien en la UE no se dan los excesos de EEUU, Europa no dispone aún de un pronunciamiento sin subterfugios sobre la eutanasia.