Jamás entendí el estatus de Mónaco, ese principado en una zona paradisíaca que una vez albergó como reina, o princesa, a una mujer de ensueño y de cine, a un príncipe más bien gordo, pero de talante tranquilo, y a unas infantas y un infante que no cesaban de provocar escándalos sexuales y sociales, una camada de desenfrenados incapaces de asumir el rol que se les suponía. Desde niño identifiqué Mónaco con bailes de falso carácter social, con carreras de coches, con mar azul y con bandas y condecoraciones en actos a los que acudía el no va más, el gotha, la creme de la creme de la aristocracia decadente, pero no desaparecida, del mundo. Ya digo: un estatus que nada tenía que ver con la guerra de los mundos, con el conflicto de civilizaciones, con muros que caían, con el hambre o el sida en Africa. No, Mónaco era lugar para filmar películas de alto standing, para que Carolina y Estefanía luciesen sus modelitos y sus muñecos vivientes (maridos, más o menos), y Alberto pasease el palmito de solterón empedernido. Y Rainiero, con su aire melancólico de viudo prematuro, presidía todo aquello, lo hacía posible. Si había un príncipe dedicado a hacer de príncipe ese era Rainiero. Verle desaparecer es como decir adios a una Europa que daba la espalda a la UE, a los países del Este, a las aglomeraciones, a las necesidades cotidianas. Una Europa falsa, pero muy real. Decir adios a Rainiero es como despedirse de los sueños de la infancia de cuentos de hadas, porque allí todo cuento de hadas (¿no es verdad inolvidable Grace Kelly?), había sido posible.

*Periodista