En mi familia no somos practicantes. Pero nos reconocemos, al menos, como cristianos o, si ustedes lo prefieren, como miembros de una cultura que irradia desde la tierra de Israel y que propugna como enorme valor el amor universal. Jesús de Nazaret, nacido en una cuadra de Belén --según la tradición del Nuevo Testamento-- no sólo fue un personaje histórico fascinante, era un ser superior dotado de una poderosa fuerza mística que supo atraer a millones y millones de creyentes con sus enseñanzas. Otros pueblos tienen a Mahoma, a Buda, a Zoroastro o las fuerzas animistas del bosque y de las corrientes de agua. Pero, para un occidental, ninguno de ellos tiene el impresionante atractivo del hombre que murió en la cruz, en el Monte Gólgota, sin una palabra de odio en los labios. Por amor a sus semejantes. Un mensaje de una fuerza tal que ni siquiera los malos Papas, los curas simoníacos, los tremendos errores y horrores de las iglesias cristianas han podido acallarlo a pesar de los veinte siglos transcurridos.

Cristo forma parte indisoluble de nuestra identidad occidental, sin que ello suponga desdoro de otros credos. Estos días, el rito católico quiere que celebremos su nacimiento como la mayor parte de nosotros venimos haciendo desde nuestra infancia. Es, más allá de la ceremonia, una fiesta para reunirse con la familia y renovar nuestros votos por una vida mejor, a semejanza de Jesús el Nazareno. Eso, y no otra cosa, simbolizan las figuritas del belén que, como todos los años, no faltará en mi casa.

Periodista