La mentira de Francisco Camps me provoca sobre todo, vergüenza ajena. Es un sentimiento de pudor que solo comparten los que entienden el mundo de la política como el sacrificio de unos pocos para el beneficio de todos. Desde mi ingenuidad siempre supuse que el político era aquel ciudadano que abandonaba la comodidad de su profesión, de su especialización, para gobernar con su sabiduría, los caudales de todo el pueblo. Lógicamente, mi ingenuidad hace tiempo que me dejó en evidencia. Hoy en día son muy pocos los grandes profesionales que se dedican a la política; la política, en realidad, ha creado una casta profesional, prácticamente incapaz para la vida laboral "externa".

Eso es lo que defienden muchos de los que llevan años en esta dedicación: la supervivencia de la estirpe en un ámbito cerrado. Saben que en el exterior hace mucho frío y que su especialización no sirve para el mundo laboral: no saben hacer nada más allá del presupuesto político.

Quien ha mentido por cuatro trajes es muy probable que lo hiciese por algo más sustancioso. Es repugnante. Y es desmoralizador que los aparatos orgánicos ya no disimulen: calculan qué les hará más daño, en vez de calcular a qué mazmorra enviar a los culpables. Hay que ser intransigentes ante los chorizos; de cualquier signo. Mejor aún, serlo todavía más duro con los propios, con los tuyos. El que la hace, que la pague. Es de ingenuos pensar que pertenecemos a un partido: es el partido el que nos pastorea. Dejémonos de discusiones inútiles: ellos se están llevando nuestra pasta. Tuya y mía.