La derecha española, o muchos de quienes mandan en ella, no está dispuesta a arriar sus banderas de siempre. Y sobre todo la del orgullo de haber ganado una guerra civil que acabó con la anti-España. Más allá de las loquinarias tesis sobre el particular que algunos de sus corifeos de cámara han defendido estos días o del artículo sobre Franco que la Academia de la Historia incluyó en su diccionario, lo que distingue a nuestros conservadores de los del resto del mundo es su voluntad decidida de que uno de los cimientos de su ideología sea un pasado espantoso, que cualquiera de esas otras derechas trataría de ocultar o disfrazar. Hace unos años, el PP buscó otras opciones. Trató de convertir a Cánovas del Castillo en el precursor de su andadura en la democracia actual. Luego Aznar dijo que no había que tener complejos y aquello quedó olvidado: la derecha no tenía por qué renunciar al franquismo. Y el día en que los perdedores de la guerra se atrevieron a pedir que les dejaran enterrar a sus muertos, dio un nuevo salto cualitativo. No solo se negó a hacer la mínima concesión en esa materia, sino que, envalentonada por haber logrado que el PSOE aguara la ley de la memoria histórica y que Baltasar Garzón pagara por haber osado enmendar ese error por la vía jurisdiccional, ahora están sugiriendo que quienes tienen que arrepentirse por la guerra son los otros. No está descartado que más adelante les echen la culpa de las barbaridades de Franco. El partido que dentro de unos meses ocupará el poder tiene esa seña de identidad. No hay que temblar por ello, pues no parece que a estas alturas, y con la que está cayendo, la guerra civil y el franquismo vayan a ser asuntos destacados de la agenda política. Pero saber que quien gobierna piensa así es inquietante. Periodista