Qué representación más sublime la que nos ofreció Francisco Camps en la tarde de su dimisión. Debería pasar a los anales de lo que ahora se llama dramedia, que es como la evolución de la tragedia griega pasada por el tamiz de la comedia a mayor gloria de la modernidad audiovisual. Fue un espectáculo medido en el que Camps ofreció una actuación memorable, cargada de matices y de subtxet. Aunque los llantos se intuían, y se afanaban por salir, no se derramó ninguna lágrima, ninguna gota furtiva manchó su traje impecable. Analizando el acting de Camps, lo más sorprendente es que no estaba triste, ni mucho menos, parecía motivado, extrañamente excitado, forzadamente jovial, por momentos, incluso parecía que se le escapaba la risa. No sabemos si el presidente, en su comparecencia emocionada y emocionante, tuvo que repetir muchas veces su actuación o si le salió así a la primera. Y es que no autorizaron que el anuncio de la dimisión pudiera ser retransmitido en directo. Tras ver las habilidades comunicativas y grandes dotes teatrales que exhibió el presidente, no entiendo qué miedo les producía el directo. El mejor momento fue cuando, una vez terminado el discurso, sacando pecho, Camps dejó el micro, levantó la cabeza con gallardía y pundonor y se abalanzó decidido sobre el cuerpo maternal y receptivo de Rita Barberá. Después, con los ojos en el suelo y el mentón mirando al cielo, escuchó los aplausos como si hubiera clavado un par de banderillas. Porque más que un gesto político, más que un recurso actoral, su actuación desbordaba espíritu y aire torero. Eso sí, después, la sensación que le debía quedar es que esta vez había sido mucho más toro que torero y era él quien llevaba las banderillas, y bien clavadas. Esritor y periodista