A un año de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres, la gran incógnita es saber de qué forma se dejarán sentir los efectos de la crisis económica. Nadie duda de que el éxito deportivo está garantizado, y de que la opinión pública mundial verá las competiciones. Pero hay menos certidumbres acerca de cuál será el resultado contable de los Juegos, es decir, hasta qué punto la ineludible austeridad de los organizadores se agravará por la inevitable contención en las aportaciones del sector privado: derechos de tv, patrocinios, empresas asociadas... En Londres ha adquirido una enorme complejidad la gran operación financiera que siempre va asociada a la organización de unos Juegos. Cuando le fueron concedidos, en el 2005, la vitalidad de la economía permitía manejar previsiones expansivas. A partir del 2007-2008, sucede lo contrario, pero muchos de los proyectos estaban en marcha y solo se han podido corregir en parte. Entre otras razones porque, a pesar de todos los pesares, el gigantismo olímpico sigue estando ahí y obliga a una espectacular movilización de recursos. Algún día habrá que corregirlo.