Me fascinaría penetrar en la mente del asesino de Noruega. Recorrer los pasadizos de su cabeza con el fin de entender por qué un tipo aparentemente normal es capaz de cometer una masacre. Encontrar, entre la maraña de neuronas, el mecanismo que hace clic y desata la tragedia. Deseo absurdo: hay en el horror algo que resulta imposible de comprender. Breivik escribió un diario con los preparativos, páginas en las que también afloran retazos de insustancial cotidianidad, que es lo más espeluznante. El monstruo ve el infumable festival de Eurovisión. Reconoce que debe preparar café ante la visita de un vecino y esforzarse por no levantar sospechas. Entretiene la cuenta atrás con series como Spartacus, sangre y arena. Hace pesas en el gimnasio. Se da un homenaje en un restaurante caro. Recibe una llamada de la novia del casero. Y un detalle que me estremeció: la bestia es golosa; resulta que una tarde en que fue a echar mano de la bolsa donde guardaba el chocolate, descubrió que la despensa y la casa entera estaban infestadas de cucarachas. La normalidad en medio del horror o, con más acierto, la banalidad del mal. La expresión la acuñó la afilada cabeza de Hannah Arendt, pensadora alemana de origen judío, durante el juicio que se siguió en Jerusalén contra el nazi Adolf Eichmann en 1961. Y viene a sintetizar más o menos esto: cogidos de uno en uno, los lugartenientes de Hitler eran personas normales, amantes de sus hijos y con sensibilidad para extasiarse ante una melodía o con el rosal que florece en la maceta. El mal puede ser banal, y por eso no podemos bajar la guardia. Ninguna idea merece amasarse con sangre. Los fundamentalismos son ideas, sí, pero sin reflexión ni pensamiento. Ideas que nacen muertas. Periodista