Tuve la osadía de seguir la final del programa Supervivientes (Tele 5), con un poco de mala conciencia, dado que ese espacio no me ha interesado nunca ni poco ni mucho: nada.

Conecté a las diez en punto, tal como estaba anunciado. Y como ya tengo cierta experiencia, supuse que la cosa iba para largo. Muy largo. A las 11, y harto de ver volar un helicóptero, donde llegaban las cuatro finalistas, harto de ver resúmenes de todos los concursantes, harto de ver reír, llorar, gemir, gritar, cambié.

Me coloqué una peli: El mundo según Barney, un drama con toques ligeros, sobre la existencia de un tipo vulgar al que apenas le sucede nada en la vida, todo lo contrario de estos tipos de Supervivientes, acosados por el hambre, los peces asesinos y los amores peligrosos... Acabé la peli de dos horas, y como en el cuento de Monterroso, José Javier Vázquez y su aburrida compañía seguía en pantalla sin decidir quién se iba a llevar los 200 moniatos. Entretanto, me cuentan que Aída Nízar la lió parda, muy ajustada a su papel de remala.

Me fui a la cama con la desazón de desconocer el nombre de la superviviente en la isla feroz. Reconozco que Tele 5 es la cadena mejor armada, con las ideas más claras, con los mejores guionistas de España. Crear un monstruo tan bien diseñado como la tal Aída no es sencillo, exige mucho talento en sus alquimistas. Lograr que tres millones de ociosos se conecten a esa cadena con una adicción casi enfermiza, también tiene su mérito. Lo reconozco, como me confieso aburrido y distante ante esa oferta. No soy perfecto.