Creía que este asunto de los desahucios había entrado en un impasse a la espera de acontecimientos. A la espera de que el Parlamento dictase nuevas normas sobre este tema. Pero veo al punto la mañana en la cosa de Ana Rosa (Tele 5), una conexión con una mujer asustada, a la que le urgen abandonar la casa. El panorama es desolador: ella está en el balcón con la periodista, y abajo, su calle, está toda rodeada de policías, que han bloqueado con vallas el acceso al portal de decenas de activistas.

La mujer tiene un hijo de 13 años y carecen de familia, al margen de una hermana en situación de pobreza. El hijo está asustado. Nunca había presenciado tal espectáculo. Nunca se había sentido un sospechoso; alguien que necesita de protección policial en primera instancia. En segunda (a poco que ese adolescente vea la tele) sabe que si su madre se atrinchera en el hogar, esa policía accederá a la vivienda con violencia extrema y por la fuerza lo expulsarán.

Es desolador. Este sistema acepta que existen ciudadanos que no se merecen una cama, un plato y un libro. Niños que entenderán que su patria les abandona. González Pons se queja de que una serie de activistas llegaron a su portal y aporrearon su puerta. Dentro estaban sus hijos que se asustaron. Tiene razón. Se ha pasado un límite, una raya. Pero ubiquemos todo en un contexto poético: ese miedo de sus hijos no es de la misma calidad que el hijo de esa mujer desahuciada. La moraleja es simple: ningún muchach@ debe pasar por eso.