No ha pasado todavía un año desde las últimas elecciones presidenciales tras el fallecimiento de Hugo Chávez, en las que el candidato del PSUV se impuso por poco más de un punto al candidato de la derecha. No han pasado siquiera tres meses de las elecciones municipales, en las que los candidatos del PSUV se impusieron a los de la derecha por siete puntos de diferencia. Nuevamente, la derecha venezolana protagoniza una intentona de golpe de Estado. No es novedad. Si repasamos las hemerotecas, veremos que no hay año en que cualquier, legítima, reivindicación ciudadana se convierta en un cuestionamiento global del gobierno y, con él, del proceso revolucionario venezolano. La incapacidad de la derecha en las urnas, donde lleva siendo derrotada sin tregua desde el año 1998 en innumerables citas electorales (de todos los niveles, referendos revocatorios, referendos constitucionales), le lleva a exhibir su alma pistolera y golpista en la calle.

Venezuela es, ciertamente, un caso atípico por múltiples razones. Pero la fundamental, y que explica todo lo demás, es que está poniendo en tela de juicio las reglas del orden internacional del capitalismo desde el más estricto rigor democrático, es decir, con las reglas de un juego pensadas para que el juego nunca pudiera ser cambiado. El Chile de Allende intentó cambiarlas y el tío Sam mandó a Pinochet; Nicaragua intentó cambiarlas y EEUU montó la contra. Pero en Venezuela se están cambiando. De ahí el nerviosismo no solo de la derecha venezolana, sino del conjunto de los poderes fácticos mundiales. Desde el precipitado apoyo al golpe de Estado contra Chávez por parte del gobierno de José María Aznar hasta el anticipado anuncio de la muerte de Chávez por El País, pasando por los constantes movimientos desestabilizadores desde EEUU, detrás de cada algarada golpista hay un intento de hacer volver a Venezuela a la normalidad. Todo vale en esta guerra. Hasta utilizar, como ha hecho el periódico español ABC, fotos de la policía egipcia golpeando a una mujer medio desnuda como si se tratara de un hecho acaecido en los disturbios de estos días en Venezuela. Búsquenlo en la red, no es el único ejemplo de ese simulacro mediático que tantas veces he denunciado.

No cabe duda de que en Venezuela hay problemas sin resolver. Uno de ellos el de la violencia e inseguridad, que no es, desde luego, un fenómeno reciente. De momento, los escolares venezolanos no se dedican a tirotear a sus compañeros de aula, como sucede en EEUU. Pero tiene todo el derecho el pueblo venezolano a exigir unas calles seguras. Otro, el del desabastecimiento, propiciado por quienes controlan la producción y distribución de alimentos para desestabilizar al gobierno. Tiene todo el derecho la sociedad venezolana a reclamar mejoras. Lo que sorprende es que cada reivindicación acabe con un cuestionamiento de tales dimensiones que lo que se ponga en duda, año tras año, es lo que los propios venezolanos han votado. ¿Alguien se imagina si en nuestro país cada manifestación de las mareas se convirtiera en una puesta en cuestión del régimen?

Porque en Venezuela no hablamos de gobierno, sino de régimen. Lo que la derecha cuestiona no es un gobierno, sino todo un sistema que pretende desmontar. Y esa derecha que quiere acabar con el sistema, los anti-sistema venezolanos, se apoya en un impresionante aparato de propaganda, tanto interno como externo. Sorprende, por su cinismo, que en sociedades como la española, en la que la oposición al régimen no cuenta con un solo medio de comunicación, se ponga en duda la libertad de prensa en Venezuela, donde el 80% de los medios están en manos de los poderes económicos opuestos al proceso revolucionario. La paja y la viga evangélicas siguen de actualidad política.

En Suramérica es donde, en estos momentos, se disputa de una manera más feroz el combate entre el capitalismo y la democracia. En Europa, el capitalismo hace mucho que derrotó a la democracia. ¿Lo conseguirá en Venezuela?

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.