La visita del vicepresidente del Gobierno estadounidense, Joe Biden, durante esta semana a los países del Este de Europa, comenzando por Polonia --donde se reunió con los presidentes polaco y estonio--, y siguiendo por Lituania y Letonia ha tenido un carácter más simbólico que otra cosa. El recorrido del número dos estadounidense por estos países ha tenido como principal objetivo remarcar las fronteras de Europa precisamente cuando Rusia las ha desdibujado con la anexión de Crimea. Pero la visita del líder norteamericano a la zona, sin incluir en ella Ucrania, como antesala a la reunión de los líderes europeos tiene otras lecturas y casi ninguna buena. La primera es la falta de un liderazgo entre estos últimos capaz de cuestionar las nuevas líneas rojas que Putin ha comenzado a trazar con una firmeza insultante. La segunda es la indeterminación ante estos hechos no solo de Angela Merkel, a la que parece temblarle el pulso fuera de casa, sino también del propio Barack Obama, que de momento se escudan en disquisiciones lingüísticas sobre la naturaleza de esta anexión: unificación, absorción, ocupación o invasión en toda regla, para eludir sus responsabilidades. Y mientras unos discuten si le imponen sanciones a Rusia o solo le afean el gesto, y otros envían cazas y representantes a Polonia --al que Joe Biden pone como ejemplo para las antiguas Repúblicas Socialistas Soviéticas--, los países del Este miran atónitos a Crimea, donde Rusia celebra referéndums y asalta cuarteles y medios de comunicación sin resistencia. Porque si algo ha puesto de relieve esta crisis a dos meses de las elecciones europeas es que Europa, con tantos líderes y padrinos, se ha quedado huérfana.

Periodista y profesor