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La niña que no quería ser princesa

Como cada verano, con las lágrimas de San Lorenzo y la pleamar las aguas de Gibraltar se han llenado de familias a bordo de lanchas de juguete buscando el sueño europeo. Como cada verano, en vez de contar esta historia de seres humanos preferimos entregarnos a la épica militar de las avalanchas, los asaltos y las oleadas para ver si convertimos su desesperación en una guerra que tengamos derecho a ganar por cualquier medio. Como cada verano, culpamos al enemigo marroquí por no saber poner en su sitio a sus pobres. Como cada verano, el ministro del Interior sale en los telediarios con los altos mandos policiales. Manejan planos y powerpoints como si estuvieran al mando de la guerra de Vietnam. Casi se pueden imaginar las conversaciones. "Napalm, ministro, esto se arregla con mucho napalm". "Las concertinas no disuaden nada. Mucho ruido y pocas nueces. Deberíamos emponzoñarlas con el virus del ébola. O los disuade o los mata, pero no pasan.". Como cada verano, entre la valla se cuela alguna de esas historias humanas que nos gusta contar para limpiarnos la conciencia. Este año la protagoniza un bebé, Princesa. Llegó sola en una lancha rodeada de desconocidos. Sus padres fueron extrañamente detenidos por esa misma policía marroquí que lleva días alentando a los inmigrantes a cruzar el Estrecho. Cuando crezca, podemos preguntarle si quiso salir con lo puesto de su casa, perder a sus padres, surcar el mar en una goma y convertirse en princesa. Pero no es culpa nuestra, dirán. De ella tampoco. Politólogo

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