En los años 90 el mundo descubrió atónito la existencia de los talibanes, un grupo que imponía la ley islámica en su versión más restrictiva, y la de Al Qaeda, la organización terrorista que causaría los atentados del 11-S y el 11-M. Pero lo más sorprendente fue saber que Estados Unidos había jugado a aprendiz de brujo con unos y otros para combatir a la entonces Unión Soviética en Afganistán. La aparición ahora del Estado Islámico (EI) se parece mucho a aquellas eclosiones. EEUU se fue de Irak, pero dejó una guerra civil no resuelta. El dominio suní de la era de Sadam Husein quedó aplastado por la prepotencia chií bajo el liderazgo sectario del ahora tardíamente defenestrado Nuri al Maliki. En Siria, la falta de una posición clara de Occidente de apoyo real, no solo de palabra, a la oposición en la guerra contra Bachar el Asad ha dejado el campo abierto a la aparición del EI.

Si EEUU, con Bush y Obama, no ha tenido un plan claro y coherente para la zona, el yihadismo sí lo tiene y lo pone en práctica. En su aspiración de crear un califato hasta el Mediterráneo ha borrado la frontera que separaba a los sunís de Irak y Siria. En su lectura torticera del Corán impone el rigorismo y la violencia extrema. Ejerce un control férreo sobre la población que domina y le garantiza los servicios básicos. Utiliza las técnicas de comunicación más modernas junto a la barbarie más arcaica, como demuestran, por poner dos últimos ejemplos, el asesinato y decapitación de más de 700 personas en menos de dos semanas en el este de Siria o la persecución de los yazidís. En su delirio, el EI está poniendo fin a siglos de convivencia del islam con otras religiones.

DIFICULTADES PARA EL ACUERDO

Mientras los yihadistas avanzaban, en Bagdad los políticos daban el deprimente espectáculo de no ponerse de acuerdo ni siquiera para formar Gobierno. Superado este impasse con el nombramiento de Haidar al Abadi como primer ministro, la UE se dispone a facilitar ayuda para combatir al EI, y EEUU, a aumentarla.

Pero además de estas contribuciones, lo que se necesita es un plan coherente para acabar con el yihadismo. Y para ello falta una voz fundamental, que es la de los musulmanes no extremistas, que guardan silencio cuando, además de ser mayoría, son las principales víctimas de los delirios de un grupo de fanáticos sanguinarios.