En menos de un año, Emmanuel Macron, probable futuro presidente de Francia, ha cambiado radicalmente el panorama político de su país. Los dos grandes partidos, los socialistas y los hoy llamados republicanos, solo suman el 23% de los votos y sus candidatos no han pasado a la segunda vuelta. A los socialistas ya les pasó en el 2002, cuando, gracias a las divisiones de la izquierda, Le Pen padre desbancó al prestigiado primer ministro Jospin. Pero ahora las cosas son muy diferentes. Contra Marine Le Pen se ha roto el frente de todos los partidos que permitió que Chirac ganara la segunda vuelta con el 82% de votos.

Jean-Luc Mélenchon, el líder de la izquierda alternativa parecida a nuestro Podemos, que en el 2002 fue de los primeros en pedir un cordón sanitario contra la peste brune, ahora se ha encogido de hombros, como si no viera gran diferencia, desde el punto de vista democrático, entre Macron y Le Pen. Y a pesar del rápido llamamiento de los dos grandes derrotados, Hamon y Fillon, mucho más el primero que el segundo, está por ver si sus electores -más los del segundo que los del primero- no se van a dejar tentar por la abstención. Su decepción es comprensible, pero abstenerse es arriesgarse a situar al frente de Francia a la extrema derecha xenófoba y nacionalista, con todo lo que ello representa para su país y para Europa.

Es probable, pero no está asegurada, la victoria final de este joven de 39 años que nunca antes había pasado por las urnas, ministro de Hollande y sin un partido detrás, que ha conseguido representar la «ruptura» con «el sistema» aun siendo un puro producto de dicho sistema. La ruptura que predica es una ruptura generacional asociada a la negación del eje derecha-izquierda. Junto con el ascenso de Le Pen, que ha aumentado la friolera de un 50% los votos que tuvo su padre en el 2002, muestra la desconstrucción de un sistema político.

Fillon ha aguantado mucho mejor de lo esperado. Roza por debajo el 20%, lo mismo que Chirac en el 2002, a pesar de estar investigado por presunto uso fraudulento de fondos públicos. La derecha francesa paga el precio de no haber sabido aceptar que un candidato moralmente desacreditado no podría conseguir el crédito de los electores. Pero si Macron es presidente será gracias a los dos o tres puntos porcentuales decisivos que el Penelopegate habrá hecho perder a Fillon. Un hecho circunstancial que habrá decidido el curso de la historia y de sus personajes. Pero un catalizador solo funciona si actúa sobre una masa reactiva, como es hoy la sociedad francesa, dividida entre rurales y urbanos, entre europeístas y nacionales, entre zonas geográficas y entre ganadores y perdedores de la apertura a la mundialización.

Los electores han preferido lo viejo a lo nuevo y los cambios han afectado más a la izquierda que a la derecha. El hemisferio derecho, de Le Pen a Fillon, tiene los mismos 17 millones de votos que en el 2012. Pero se reparten de forma diferente: Sarkozy obtuvo el 60%, y Fillon solo el 42%, en beneficio de Le Pen (45%). El hemisferio de la izquierda, en cambio, pierde seis millones de votos. Por la lógica del voto útil, muchos de los que votaron a Hollande se han ido con Macron, que a fin de cuentas era su candidato, y otros han preferido reforzar a Mélenchon.

No faltarán quienes traten de atribuir la derrota del PS a los excesos ideológicos de un candidato elegido en primarias y de establecer interesados paralelismos con la situación del PSOE. Paralelismos los puede haber, porque la principal causa de la derrota socialista ha sido su división. Realmente, el PS tenía dos candidatos: el vencedor de las primarias y el de los perdedores que se pasaron a Macron para que no ganara el candidato de su partido. Hamon tenía la difícil tarea de plantear una renovación a fondo de la propuesta socialista sin distanciarse de un partido gastado y desacreditado por su pérdida de contacto con la sociedad, sus renuncias programáticas y la gestión de su Gobierno saliente.

Ha tenido el mérito de plantear los grandes temas en torno a los que deberá la izquierda reconstruir un proyecto de futuro: la transición energética, el impacto de la economía digital sobre el empleo, nuevas formas de distribución de la renta, un impulso a la construcción europea que no pase por plegarse a los dictados del ordoliberalismo alemán. En Bruselas han respirado aliviados con el europeísta Macron, que se propone relanzar la UE pero sin cuestionar las políticas deflacionistas ni el dumping social y fiscal, que están en la base de la creciente pérdida de apoyo popular del proyecto europeo.

*Presidente del Parlamento Europeo.