Para resarcirlo del artículo anterior le propongo un vuelo sensual. Suave es la noche al final de primavera. El arte de amar me lo regaló mi amigo a los dieciséis. Admirábamos a mi amigo no solo porque convertía las matemáticas en un juego sino porque entendía a las mujeres, esos seres magnéticos más complicados que los logaritmos. Cuando nos explicó matemáticas en COU nos obligó a leer El diablo en el cuerpo. Aclaró que el autor murió a los veinte años después de vivir el turbulento amor que narraba. Nos enamoramos de Marthe, las sugerentes mujeres de la literatura no te rechazan. Mi amigo aseguraba que el pecado añade pasión al amor, Marthe se acostaba con un adolescente mientras su marido luchaba en el frente. Eso lo había aprendido en casa de su abuela y sus jovencísimas tías, donde su madre se refugió al enviudar. Aquel matriarcado, que vivía junto a un huerto regado por el Jalón, oía en la radio los consejos de Elena Francis, el facebook de los sesenta. Todas las mujeres consultaban el mismo problema: su novio quería coger el fruto sin estar casados. Y esa tensión sexual era maravillosa, nos aseguraba. Durante el primer año universitario, nos recomendó El amante de Lady Chatterley, era un raro y brillante estudiante de matemáticas experto en literatura.

A los 24 años, después de libar en muchas flores, se emparejó con Cintia, once años mayor. Él trabajaba para empresas informáticas y a los amigos nos citaba frases de Ovidio: «Que no os atraigan los vinos jóvenes sino los caldos añejos que nos regala la tinaja. Las mujeres alcanzan los placeres voluptuosos a esa edad que comienza después de los siete lustros». La pareja sostenía que había que inventar el amor diariamente para que no envejeciera y jugaban a citarse en lugares exóticos, a provocarse celos y a disfrazarse de personajes novelescos. Por entonces Cecilia cantaba Un ramito de violetas.

Celebro con mi amigo las décadas. Cuando cumplimos los cuarenta cogimos una borrachera nostálgica porque dejábamos definitivamente de ser jóvenes. Él venía de Estados Unidos donde desarrollaba algoritmos computacionales para grandes compañías. Fue la primera vez que empezamos a contarnos las arrugas del rostro y a medir las entradas en los pulsos. Hacía años que Cintia había desaparecido. Los cincuenta los festejamos en su huerto, lo estaba convirtiendo en un jardín. Cuando cumplimos sesenta anunció que iba a regresar y se dedicaría a la botánica. Al reír, sus arrugas faciales se multiplicaban desde el vértice de los ojos. Él consideró que mi calvicie había avanzado tres centímetros. Estábamos dulcemente borrachos de vino blanco cuando comentó: ahora debemos evitar dos cosas porque son irreversibles, si sobrevienen tenemos que aprender a vivir con ellas: la ruina y la enfermedad. Le dije que bebiera y callara.

Quedamos hace poco porque ha vuelto definitivamente. Vestía de manera impecable, como en la juventud, e irradiaba una gozosa serenidad. La brisa levantaba las faldas de los árboles. Se lo dije a bocajarro: ¡te has tuneado la cara! Se echó a reír y me dijo que ahora iba a conocer su botox. Lo miré extrañado. Ha vuelto a suceder, aclaró con entusiasmo, me he enamorado y rejuvenezco. Cuando ella apareció lo vi estremecerse, como si tuviera veinte años. Qué envidia. Qué suerte que tienes cochino, como cantaba Serrat.

*Escritor