Tengo algunos amigos que la Navidad la pasaron solos. No es porque militen contra ella y hagan de su soledad un gesto reivindicativo. Sencillamente la vida les ha llevado a no tener familia próxima. Lo llevan con tranquilidad y resignación y observan nuestros desmesurados banquetes desde fuera. Salen a dar un paseíto mañanero y se cruzan con nosotros, que vamos muy endomingados a casa de algún pariente a comer pavo, langostinos y celebrar la Navidad. Son los amigos que no discutirán con ningún cuñado. Tampoco tendrán resaca ni la casa patas arriba cuando todos nos marchemos y quede aquello como un erial sembrado de papeles de regalo arrugados. El hambre se quita alimentándose, pero hay muchos tipos de hambre y muchos tipos de alimentos, dice mi amigo Ángel Gabilondo. Ese alimento no siempre está al alcance de todos y entonces lo sustituimos por sucedáneos. Mis amigos no engordarán ni un gramo. Tienen a raya su hambre, porque tienen poco dinero y trabajos que siempre están en la cuerda floja. Quizá ese aislamiento social esté vinculado a su dificultad para conseguir un empleo estable. Tal vez carecer de una red social nutrida y activa te ponga en mayor riesgo de desempleo. Puede que tengamos que estar agradecidos de tener cuñados con los que discutir, sobrinos alborotadores que acaban tirando una copa y hermanos tardones que invariablemente llegan cuando estamos ya todos en la mesa. Ellos sacian otra hambre a la que el turrón y los mazapanes no llegan. El hambre de afecto y compañía.

*Cineasta