Hace años que me ronda una idea por la cabeza que, con el tiempo, lejos de mitigarse, se acrecienta y se me antoja más real. Tiene que ver con el hecho de que entiendo que hemos hecho de la escuela, de la enseñanza en general, una especie de burbuja que aísla por completo al alumnado del mundo en el que les va a tocar vivir. De este modo, la distancia entre el ámbito de la enseñanza y el mundo real, especialmente con su dimensión laboral, resulta abismal. Así se da la paradoja de que el discurso de que la enseñanza debe preparar para hacer frente a las necesidades laborales de la sociedad se desarrolla en un contexto que nada tiene que ver con ese mundo laboral con el que va a tener que enfrentarse la gente joven.

El mundo de la enseñanza es una burbuja. Por un lado, el nivel de exigencia es cada vez menor, con lo que se transmite la idea de que con poco esfuerzo es posible alcanzar las metas exigidas. Por otro lado, el volumen de derechos atribuidos al estudiantado, el cúmulo de garantías que el sistema debe ofrecerle, no deja de crecer. Los centros educativos, especialmente los centros de secundaria, se han convertido en verdaderas máquinas burocráticas en las que el profesorado ocupa su tiempo en la redacción de documentos (guías docentes, programaciones, etc.) perfectamente inútiles desde una perspectiva educativa, en los que hay que reflejar al detalle, por ejemplo, todos los procedimientos de evaluación con sus respectivos criterios de evaluación, para que el alumnado, y sus padres y madres, puedan entender la justificación del último decimal de una nota. Cosa, por otro lado, harto complicada en la mayor parte de las asignaturas.

Por desgracia, desde las administraciones educativas, y no es cosa, en absoluto, específica de Aragón, se adopta una actitud de un extremo garantismo hacia alumnado y padres que suele dejar al profesorado, en muchas ocasiones, al pie de los caballos. La voz de este último suele tener bastante poco peso en comparación con la de los otros sectores de la comunidad educativa, ante los que la Administración hace gala de una especie de temor reverencial. Una administración que no deja de presionar al profesorado para que el número de suspensos no sea excesivo y que, por tanto, obliga, como decíamos anteriormente, a rebajar el nivel de exigencia. En este contexto, el profesorado se siente constantemente bajo sospecha y sobre él recae la vigilancia severa de la administración, del alumnado, de padres y madres.

Si digo que la educación es una burbuja es porque en el momento en el que el estudiante abandone los estudios y se ubique en el mundo laboral, esa situación de privilegio, de extremas garantías, en la que hasta ese momento se hallaba, se mutará en su contraria, al convertirse en el eslabón débil de la cadena y ser sometido a un trato de enorme exigencia y, muchas veces, de flagrante injusticia. El sujeto que podía dirigirse a la administración educativa desde una posición de igualdad, si no, incluso, de cierta superioridad, se encuentra, de repente, ante la cruda realidad laboral, en la que no le queda más remedio que aceptar trabajos mal pagados, precarios y, en muchas ocasiones, firmar contratos por muchas menos horas de las que luego le harán trabajar. El pisoteo de sus derechos laborales y sociales será, a partir de ese momento, una constante. La burbuja ha estallado y la cruda realidad se presenta ante los ojos.

No crean que mi reflexión se dirige a proponer trasladar a la educación la brutal realidad de las relaciones laborales neoliberales. Si algo tengo claro es que es preciso acabar con ellas, por injustas, insolidarias, inhumanas. Pero sí que creo que la administración educativa debería abandonar esa actitud paternalista que en nada beneficia, a la larga, al alumnado. En lugar de convertir al alumno en un privilegiado, la enseñanza debiera ser un instrumento para hacerle consciente de la realidad que va a vivir y de la necesidad de estrategias, como el conocimiento, la solidaridad, la capacidad crítica, para enfrentarla. Y de que el profesorado, al menos una parte, puede ser una aliado en ese camino.

*Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza