Uno de los índices de la baja calidad de la democracia española y de su acelerado proceso de deterioro es la relación que mantiene con la única experiencia democrática anterior a la actual, la que se desarrolló en la II República. Lejos de entender que la actual democracia no hacía sino recuperar el hilo democrático de la experiencia republicana, el discurso oficial ha ninguneado la II República, cuando no ha manifestado una abierta animadversión hacia la misma. No sería exagerado afirmar que en muchos sectores sociales, demasiados, se ha conseguido generar un nivel de rechazo hacia esa experiencia democrática superior al que experimenta la criminal dictadura franquista.

Causa estupor constatar, por ejemplo, cómo el callejero de nuestras ciudades apenas recoge referencias a la II República. Mientras debemos soportar en nuestras calles nombres como los de Escrivá de Balaguer o colegios con nombres de responsables de la dictadura, personalidades de prestigio como un Manuel Azaña carecen de reconocimiento y, por tanto, de memoria ciudadana. La nomenclatura de nuestras calles y centros escolares, tan sesgada ideológicamente, es un síntoma de que España no ha sido capaz de recoger el hilo democrático republicano y se ha quedado anclada, desgraciadamente, en el imaginario franquista. Hechos como que un juzgado de Madrid anule el cambio de nombre de la calle Caídos de la División Azul, un cuerpo militar que actuó al servicio del nazismo, muestra que muy mal andan las cosas en la justicia de este país. No es de extrañar que la justicia alemana nos esté sacando los colores.

Es decepcionante escuchar a gente de la izquierda argumentar que estas cuestiones carecen de relevancia. Es una manera más de evidenciar una tremenda derrota cultural e ideológica. En efecto, la cuestión república/monarquía no es acuciante, no es el primer punto de un programa político. Pero ello no debería obstar para lanzar con claridad el mensaje de defensa de los valores democráticos que representa la república, para exigir sin complejos la restitución de la dignidad de nuestro pasado, frente al indigno pasado que se empeñan en hacernos revivir. Y todo ello no como un ejercicio de nostalgia, sino de reivindicación de la democracia para nuestro presente. Una democracia que es incompatible con la monarquía que actualmente soportamos.

Precisamente, la actual crisis política que está viviendo nuestro país pone de manifiesto las limitaciones del régimen monárquico, cuyos tics autoritarios fueron evidenciados por Felipe VI en su alocución televisada sobre la cuestión catalana. En este caso nos encontramos con un jefe de Estado que no ha pasado por ningún proceso de elección democrática dando lecciones de democracia, sin ningún rubor. En un país acostumbrado a que los curas den clases de preparación para el matrimonio, nada puede extrañar, desde luego, pero el desparpajo real manifiesta la falta de coherencia sobre la que se asienta el discurso oficial de nuestro país.

Es ahí donde la apuesta republicana toma sentido. Las comprensibles cesiones de la Transición han sido interpretadas por la derecha como una muestra de debilidad, que está propiciando una rearme reaccionario en nuestro país. La evidente crisis social y territorial que vive España puede ser afrontada desde ese espíritu reaccionario, encarnado por el PP y Ciudadanos, y resuelta con una progresiva restricción de las libertades democráticas o, por el contrario, desde una apuesta por la profundización en la democracia. Una profundización de la democracia que no puede ser abordada sin la puesta en cuestión de la forma de Estado, sin la denuncia de la monarquía como expresión de estructuras políticas antidemocráticas. Y, consecuentemente, sin la reivindicación de la otra forma de Estado, democrática, como la que representa la República.

Obviar la cuestión republicana en la agenda política, aunque no sea como horizonte inmediato, es alimentar el imaginario de esta democracia de baja intensidad en la que se hace pasar por democrático lo que no es y en la que la herencia democrática es, por el contrario, difamada. Así nos seguirá pareciendo normal que la Iglesia nos de clases de sexualidad y el rey de democracia. Y que tengamos ministros que se dicen novios de la muerte. Sin que les mandemos al psiquiatra.

*Profesor de Filosofía, Universidad de Zaragoza